EN NOVENO GRADO PENSANDO CRÍTICAMENTE LA DEMOCRACIA Y LA CIUDADANÍA

Hola estudiantes Liceistas del grado noveno. De acuerdo con los últimos acontecimientos que vivimos, es posible que no podamos realizar las clases de manera presencial, por lo tanto solicitamos que desarrollen algunas actividades de manera virtual haciendo uso de este blog. Bienvenidas a Pensar la política, la democracia y la ciudadanía de manera crítica y propositiva.

ACTIVIDAD 1
Siguiendo el texto que iniciamos en clase, Vamos a reflexionar acerca de los inicios de la Ciudadanía y su relación con la Filosofía.
¿Cómo inició la filosofía? ¿Quién era Tales de Mileto? ¿Qué aportó a la ciudadanía? ¿Por qué los Griegos dejaban un espacio vacío en el centro de la ciudad? ¿Qué sentido tenía? ¿Hoy qué sucede en nuestros pueblos y ciudades? ¿Cómo se ejercía la Democracia?

Al final del texto encuentra otros interrogantes para pensar y responder por escrito.


La aventura de la ciudadanía
Claudio Tapia

La idea de democracia está vinculada a nuestra existencia ciudadana por una simple razón: el proyecto de democracia es el espacio y resultado de la deliberación de los ciudadanos. Es por esto que para saber si lo que hoy llamamos “democracia” es una suplantación o burda aproximación del concepto original se hace necesario echarle un vistazo a la forma en que se inició la aventura de la ciudadanía.
 En Educación para la Ciudanía, sus autores, Carlos y Pedro Fernandez Liria con Luis Alegre Zahonero, nos dicen que entre todos los proyectos que ha emprendido el ser humano, la aventura de la ciudadanía ha sido la más arriesgada y la más sorprendente. Afirman que no es una exageración decir que toda nuestra existencia ciudadana está levantada sobre el reto formidable de una  misteriosa paradoja que plantean con claridad.
Así como la filosofía comenzó con el tropiezo de Tales, fue otro traspiés el que propició la aventura ciudadana, sólo que ahora lo cometió toda la comunidad. La democracia ateniense decidió condenar a muerte a un anciano ciudadano de 70 años, por preguntón. Se trató de Sócrates, que lo único que hacía era preguntar. Preguntaba para desarmar la argumentación y así alumbrar nuevas ideas (mayéutica). No tenía nada que enseñar porque nada sabía. Ayudaba a parir ideas claras y distintas.
Acusado formalmente de corromper a la juventud y de impiedad a los dioses (las democracias aparentes encuentran siempre la forma de condenar a muerte a quienes la cuestionan), Sócrates, que pudo escapar de la prisión vigilada por guardias que habían sido sobornados por uno de sus fieles seguidores, se negó a hacerlo y prefirió beber la cicuta. No podía sustraerse a la aplicación de las leyes en cuya elaboración había participado. Si la sentencia de muerte hubiera sido el capricho de un tirano a nadie hubiera sorprendido pero asombra por una razón: Atenas era una democracia, más aún, la ciudad se había convertido en referente de lo que hasta hoy entendemos por tal.
Ciro el Grande, rey de los persas, se refirió a los griegos diciendo: “ningún miedo tengo de esos hombres que tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento”. Y decía verdad –dejando de lado lo del intento de engaño– ese lugar (el ágora) era el espacio de la ciudanía. Espacio que estaba vacío porque no albergaba ni un trono ni un templo. Un espacio sin dioses ni reyes, sin tiranos ni déspotas, creado para discutir y aprobar las leyes que rigen la vida ciudadana. Un lugar sin amos ni siervos del que debía emanar la más alta autoridad: la ciudanía.
La igualdad en ese lugar no impedía que dentro del resto del tejido social, en los espacios de la vida privada, hubiera diferencias y estratos de supra o subordinación. Pero, en el momento en que los atenienses penetraban ese espacio vacío, se convertían en ciudadanos de un lugar público en el que todos eran iguales. Iguales para hacer lo que se hace en un espacio democrático: hablar, dialogar, argumentar, deliberar. En consecuencia, las leyes y reglas de convivencia privadas elaboradas mediante ese proceso, valían igual para todos porque se decidían en el espacio ciudadano y no provenían de una reunión de empresarios, banqueros, políticos, corporaciones trasnacionales, o impostores de la representación a su servicio, por ejemplo.
Pero como ese ideal democrático no se cumplía cabalmente, el preguntón de Sócrates se mostraba insatisfecho. Despreciaba a la ciudanía ateniense porque se había vuelto insuficientemente ciudadana. Le parecía, al decir de los autores mencionados, que para que el lugar estuviera suficientemente vacío tendría que ser el “lugar de cualquier otro” es decir, de la Razón o de la Libertad, algo más: “el lugar de nadie”.  
Sócrates provocaba a los ciudadanos a reflexionar sobre el hecho de que, si en verdad lo eran, las cosas no podían seguir igual. Sus preguntas clamaban por la existencia real de ese espacio vacío que Grecia había inventado para la historia de la humanidad. Su condena a muerte fue para acallar su voz y frenar las exigencias de ciudanía. El espacio vacío se había convertido en simulación y apariencia de la idea original.
Subsiste hasta nuestros días la paradoja del espacio vacío pero lleno, cuya contradicción condujo a la condena de Sócrates. ¿Cuál puede ser ese lugar que puede llenarse de ciudadanos sin dejar de estar vacío? ¿Cuál es ese espacio en el que habría que levantar la asamblea, el parlamento, la casa de la ley, la razón, la libertad, la ciudad?
¿Acaso nuestros recintos legislativos, vacíos de ciudadanía, llenos de adoradores del dogma neoliberal, plagados de obedientes impostores cuyos jefes pactaron reformas constitucionales instruidas y no resultado de una deliberación, no son justamente lo contrario del espacio ideal descrito?
Llenos de lo que debieran estar vacíos, y vacíos de lo que los debiera llenar, nuestros espacios legislativos son la cancelación de la aventura de la ciudadanía iniciada en Grecia.
Es abismal la diferencia entre el lugar de cualquier otro, el de la ciudanía, el de la Razón y de la Libertad, y el espacio de deliberación simulada en el que se “legisla” sobre pedido convirtiendo a todos en vasallos del autoritarismo y en rehenes de la uniformidad.

Veinticinco siglos después, seguimos atorados en el mismo dilema. No hemos resuelto la desconcertante paradoja. ¿Cuál Razón? ¿Qué Libertad? ¿Qué queda de ese espacio ateniense? ¿A qué estamos llamando democracia? ¿A qué ciudanía?
Debemos detenernos a reflexionar en esto aunque ya no exista un Sócrates que se atreva a preguntar. 


ACTIVIDAD 2

En el texto anterior nos hablan de Sócrates, el Padre de la Filosofía y por lo tanto Vamos a acercanos a la vida de él.

¿Quién era Sócrates? ¿Cómo vivía, cómo actuaba?  ¿Por qué era tan incómodo? ¿Cómo vivían los atenienses la política y la ciudadanía? ¿cómo asumían sus reponsabilidades ciudadanas? ¿Y por qué mataron a sócrates? ¿Será un delito pensar?

LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO – FILOSOFIA GRADO NOVENO

Si, como pensaba Arendt, la tradición de nuestro pensamiento político comienza con el juicio y la condena a muerte de Sócrates, esa misma tradición se ve definitivamente destruida en Auschwitz. Si Sócrates no pudo persuadir de su inocencia a quienes definitivamente le condenaron, entonces es que la ciudad no está preparada para las enseñanzas socráticas y, lo que es quizá peor, las propias enseñanzas de Sócrates quizá se autoinvalidan. La ciudad, al permitir la muerte de Sócrates, mostró su falta de sentido y de juicio para entender al filósofo. Muerto Sócrates, pronto la ciudad se olvidará de sus enseñanzas. La ciudad no es un lugar seguro para el filósofo y, en consecuencia, no se le puede confiar su memoria. Pero entonces, ¿qué nos queda?, ¿cuál es nuestro destino?, ¿qué podemos esperar?

Historias de Filósofos       (Pablo Da Silveira)

Sócrates y Atenas
Imaginemos que estamos a fines del siglo V antes de Cristo y que caminamos por las calles de Atenas. Es una gran ciudad para la época (probablemente unos cien mil habitantes) y eso se nota a cada paso: el mercado desborda de gente, numerosos ciudadanos entran y salen de los edificios públicos, el camino hacia el puerto hormiguea de comerciantes, de carretas cargadas de mercancía y de esclavos que transportan fardos. Si levantamos los ojos hacia la acrópolis vemos el Partenón, terminado de construir pocos años antes   y   (contra   lo   que   muchos   creen)   pintado   de   colores estridentes. Es el imponente testimonio de un pasado glorioso pero definitivamente clausurado, ya que Atenas acaba de perder su puesto   de   primera   potencia   mundial.   La   ciudad   viene   de   ser derrotada en una guerra, ha sido golpeada por dos epidemias de peste y ha sufrido una tiranía breve pero terrible que mató o envió al exilio a miles de ciudadanos. Todos esos golpes fueron duros y dejaron su marca. Pero los atenienses han sabido sobreponerse a la desgracia y poco a poco parecen retornar a los viejos buenos tiempos: la democracia es sólida, los negocios recuperan su ritmo, la paz social parece asegurada.

De   pronto,   en   una   esquina,   un   pequeño   grupo   de hombres forma un semicírculo en torno a un personaje estrafalario. El que habla es bajo de estatura, tiene un vientre movedizo y una nariz chata que estalla entre dos ojos demasiado separados. Va descalzo, tiene los pies sucios y la túnica en mal estado. En una palabra, es todo lo contrario de esos griegos apolíneos que nos muestran las estatuas. Ese   hombre   gesticula,   mueve   los   brazos,   señala impertinentemente con el dedo. Sus interlocutores pasan de la risa a la confusión, del interés a la furia, pero en ningún momento dejan de escucharlo. La mayoría de ellos son jóvenes bien vestidos y de físicos cuidados. Cualquier ateniense los reconocería como hijos de ciudadanos ricos. Y cualquier ateniense diría ante ese cuadro:   "Ahí está   Sócrates   insistiendo   con   sus   molestas preguntas”. Sócrates era uno, de los personajes más populares de Atenas, la ciudad que lo vio nacer, en la que creció y enseñó, la que lo juzgó y terminó por obligarlo a envenenarse. Allí había nacido en el 469 antes de Cristo, hijo de Sofronisco, un tallador de piedra, y de una conocida partera llamada Fenaretes. Ambos eran gente sencilla, trabajadora, sin grandes propiedades ni rentas. Pero los dos eran atenienses de pura cepa, de modo que los varones de esa familia pertenecían a la minoría de ciudadanos con plenos derechos políticos: podían hablar en la asamblea, votar y ocupar rotativamente alguno de los numerosos cargos públicos.

Sócrates se había casado con Jantipa, una mujer también ateniense que era famosa por su mal carácter. El matrimonio había tenido tres hijos y no se diferenciaba en nada de cualquier familia de atenienses pobres. La relación entre Sócrates y Atenas se extendió durante largas   décadas,   de   manera   que   ambos   tuvieron   tiempo   para formarse una opinión acerca del otro. Sócrates había nacido en esa ciudad y nunca se había alejado de ella. No era amigo de hacer grandes viajes ni parecía tener necesidad de recorrer el mundo.

Después de todo, lo que a él le interesaba no eran los paisajes sino los hombres, y todos los personajes interesantes de aquella época terminaban   por   confluir   en   Atenas.   Su   vida   no   era   la   de   un pensador solitario y aislado, como habían sido Tales o Heráclito, ni la de un aristócrata alejado del pueblo" como sería más tarde su discípulo Platón. A Sócrates se lo podía encontrar en la calle o en el mercado, conversando con los políticos, con los comerciantes o con los artesanos. Su vida, como la de todo buen ateniense, había estado constantemente ligada a la historia de la ciudad. La había visto  crecer   y   fortalecerse,   había   asistido   regularmente   a   la asamblea e incluso había cumplido un par de veces con el más serio de los deberes del ciudadano: había luchado como soldado de infantería para defender a Atenas de ataques exteriores. No se destacó,   que   sepamos,   como   un   combatiente   particularmente brillante, pero el hecho es que allí había estado, hombro con hombro en ese ejército formado por ciudadanos en armas.

¿Cómo es posible que un hombre semejante, que hacía parte del más típico paisaje ateniense, haya despertado un odio suficiente   en   sus   conciudadanos   como   para   terminar   siendo condenado a muerte a los setenta años de edad? Contestar esta pregunta no es tarea fácil, pero al menos podemos descartar una posible respuesta: cualquiera sea el crimen cometido por Sócrates, lo cierto es que no fue un agitador ni un subversivo en el sentido habitual   de   estos   términos.   Jamás   desafió   a   las   autoridades legítimas, nunca participó en una campaña política, ni siquiera fue un orador que se destacara en la asamblea. Su currículum de ciudadano   se   reduce   a   un   par   de   anécdotas   que   no   permiten explicar su muerte, sino que más bien lo pintan como un hombre que hubiera merecido el elogio de sus conciudadanos. Por la primera historia sabemos que al menos una vez en su vida Sócrates ocupó una magistratura, es decir, uno de esos cargos rotativos que duraban un año y que se distribuían por sorteo entre los ciudadanos. Esto no tiene nada de excepcional porque así funcionaban las cosas en Atenas: la administración de justicia, la inspección de las pesas que se utilizaban en el mercado, el control de   las   operaciones   de   carga   y   de   descarga   en   el   puerto,   el cumplimiento de las liturgias en los templos, eran funciones que se ponían en manos de ciudadanos comunes según lo determinara la suerte. En esta rotación de responsabilidades consistía para los griegos la democracia directa. Así que no es nada raro que una vez le tocara a Sócrates, no porque fuera Sócrates sino porque era ciudadano.

No es menos cierto, sin embargo, que su desempeño en el cargo dio que hablar a los atenienses. Un hecho fortuito lo obligó a tomar una decisión difícil y eso lo colocó en el centro de una   tormenta   política.   Sócrates,   en   efecto,   fue   magistrado   en tiempos   de   ese   conflicto   contra   Esparta   que   los   historiadores llaman la Guerra del Peloponeso. Y ocurrió que mientras estaba en funciones   se   produjo   una   batalla   naval   que   tuvo   resultados desastrosos para los atenienses.  Al conocerse la noticia, la opinión pública reaccionó indignada contra los estrategos, es decir, contra los ciudadanos especializados en cuestiones militares que habían dirigido el combate. Y, en un clima más bien violento, alguien propuso  juzgarlos   a   todos   y   condenarlos   en   bloque   por   su incompetencia.

La  propuesta   iba  contra  las  leyes de  la  ciudad,  que prohibían los juicios colectivos para darle a cada acusado una adecuada   oportunidad   de   defenderse.   Pero   los   atenienses   no estaban   de   humor   para   fijarse   en   detalles   y   querían   pasar rápidamente a la ejecución. Sócrates, sin embargo, hizo valer todas sus potestades de magistrado y pese a sufrir grandes presiones, consiguió bloquear la iniciativa. No sabemos exactamente cómo terminó   el   episodio,   pero   tanto   Platón   como   Jenofonte   lo recordaban   tiempo   después   de   su   ejecución.   Era   una   de   esas historias edificantes que les gustaba contar a los griegos cuando se trataba de resaltar las virtudes de un ciudadano muerto. Fuera de este episodio, hay sólo otra oportunidad en la que Sócrates tuvo una actuación política destacada. Lo que hizo aquella vez fue un verdadero acto de desobediencia civil, pero no lo   cometió   contra   la   democracia   sino   contra   una   dictadura sangrienta.

Este segundo hecho ocurrió hacia el año 404 antes de Cristo, luego de que Atenas perdiera la guerra contra Esparta. Esa época fue especialmente dura para los atenienses, porque la ciudad quedó bajo el control de una fuerza de ocupación que impuso un gobierno   integrado   por   treinta   aristócratas   simpatizantes   de   la potencia vencedora y de claras convicciones antidemocráticas. Los Treinta Tiranos instalaron un régimen de terror que les costó el exilio, la expropiación o la muerte a miles de ciudadanos. La pesadilla duró apenas un año, pero eso fue tiempo suficiente para hacerle muchísimo daño a buena parte de los atenienses. Aquella   vez   Sócrates   tuvo   mala   suerte.   El   gobierno había decidido detener a un opositor llamado León de Salamina y, como era habitual en aquel tiempo, eligió por sorteo a un grupo de ciudadanos para que fuera a buscarlo. (En Atenas no había policía profesional, de manera que eran los propios ciudadanos o simples esclavos quienes se ocupaban de arrestar a los delincuentes, cuidar las cárceles y ejecutar las sentencias) Sócrates quedó entre los cinco vecinos seleccionados por este procedimiento pero se negó a cumplir la orden: en lugar de ir con los otros a buscar a León, sencillamente se volvió para su casa. Por lo que sabemos ese acto no tuvo mayores consecuencias para él, aunque bien pudo haberle costado la vida. Y en cierto sentido esa muerte hubiera sido mucho más comprensible (y mucho más honrosa para Atenas) que la que finalmente tuvo. Estas dos historias son todo lo que sabemos acerca del Sócrates ciudadano. Las dos nos dan una imagen simpática del personaje pero, a escala  ateniense, son muy poco impresionantes.

Es que la vida y la política estaban ligadas en esa ciudad hasta   un   punto   que   hoy   nos   cuesta   imaginar.   Los   atenienses empezaban a prepararse para participar en los asuntos públicos casi desde niños. Todavía adolescentes, los futuros ciudadanos empezaban a ser integrados a los banquetes y a las tertulias de sus mayores. Allí conocían a las figuras más importantes del arte y de la política, al tiempo que aprendían a argumentar, a discutir y a persuadir   a   los   demás.   En   esa   misma   época   empezaban   a frecuentar el gimnasio, preparándose para servir como soldados. Luego se integraban a la asamblea y a partir de los treinta años se convertían en ciudadanos plenos, con derecho a ser electos para todos los cargos de la administración.

A lo largo de ese proceso los atenienses tomaban partido, se incorporaban a corrientes de opinión, tejían una compleja red de amistades y de enemistades políticas, participaban en toda clase de conflictos y no pocas veces se jugaban la vida. Por eso, casi cualquier ateniense que llegara a los setenta años tenía mucha experiencia acumulada y muchas historias que contar.

¿Cómo pudo ocurrir que un hombre comparativamente poco involucrado en los vaivenes de la vida política terminara siendo ejecutado? ¿Y cómo se explica que haya sido condenado a muerte   en   un   momento   de   relativa   calma,   bajo   un   gobierno legítimo y democrático? Porque Sócrates no fue ejecutado por la dictadura de los Treinta Tiranos sino cinco años más tarde, cuando la democracia ya había sido restaurada. No fue condenado por un régimen débil o acorralado, sino bajo instituciones que contaban con   un   gran   apoyo   popular.   Más   aun,   el   principal   de   sus acusadores, que se llamaba Anito, era uno de los políticos que más había contribuido al reestablecimiento de la democracia tras la dictadura de los Treinta. Anito era el autor de una ley de amnistía con la que se había pacificado la ciudad luego de un período de disturbios. Y, para demostrar que su iniciativa iba en serio, él mismo había renunciado a recuperar las numerosas propiedades que los Treinta le habían confiscado.  Eso lo había convertido en uno de los políticos más influyentes de Atenas y en uno de los principales dirigentes del partido democrático.

No era un irresponsable ni un fanático, ni mucho menos un intrascendente en busca de protagonismo. Lo que sucedió en aquel momento es, por lo tanto, a la vez claro y duro de admitir: la que mató a Sócrates fue la Atenas democrática, la misma Atenas que había sido antes y siguió siendo después un reducto de tolerancia y de participación política. Esa Atenas lo mató con toda conciencia, sin que mediara un error judicial   ni   una   crisis   que   hiciera   perder   el   control   de   los acontecimientos. ¿Cómo entender lo que ocurrió si no queremos contentarnos con algunas acusaciones generales de ignorancia y de fanatismo? Para encontrar una solución al problema tenemos que empezar por preguntarnos qué hizo Sócrates de especial a lo largo de su vida. Y la respuesta inmediata es que habló todo el tiempo sin escribir jamás una sola línea. Pero hablar estaba lejos de ser un delito en Atenas. Al contrario, esa era una ciudad donde las cosas más importantes se hacían hablando: se hablaba en el mercado y en los tribunales, se hablaba en la asamblea, se hablaba sin parar en la tienda del barbero, en el teatro y en las esquinas. Hablaban los jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres, los ciudadanos y los extranjeros. Atenas era una ciudad soleada y meridional donde nadie pensaba que hablar fuera una pérdida de tiempo. ¿De qué había hablado Sócrates para que lo suyo fuera tan especial en ese contexto? Sencillamente había hablado de todo: de la virtud, de la verdad, de la ciencia, de la justicia, de la belleza, del amor, de la Muerte, de la vida. Y más que hablar, había preguntado. Había tratado de saber qué pensaban sus vecinos para ver qué podía sostenerse con razonable firmeza.

Aquí parece estar una de las claves del problema: el trabajo de Sócrates no consistía tanto en afirmar como en poner en duda.   Se   había   propuesto   mostrar   a   los   atenienses   que   sus opiniones y sus juicios estaban basados en la costumbre y no en la razón, de modo que eran incapaces de defender con argumentos lo que tenían por bueno, por justo o por verdadero. Se trataba de una tarea capaz de exasperar a cualquiera y él la llevaba a cabo con verdadera   impertinencia.   Su   método   consistía   en   pedir   la definición de un concepto aparentemente claro para deducir de allí una   serie   de   consecuencias   insospechadas   y   contradictorias. Sócrates enredaba a su interlocutor con sus propias palabras y lo alentaba a reformular el concepto. Pero luego volvía a hacerla trizas y lo dejaba todavía más perplejo. Como si todo esto fuera poco,   sus   palabras   estaban   permanentemente   adornadas   con declaraciones de humildad: "Sólo sé que no sé nada. Sólo repito el oficio de mi madre: con mis preguntas saco a luz ideas que son de otros". Detrás de estas declaraciones falsamente modestas había un   objetivo   muy   poco   tranquilizador:   se   trataba   de   poner   en evidencia todo lo que había de infundado o de poco claro en las ideas que eran ampliamente aceptadas por los atenienses de su tiempo. Pero no seamos injustos con los antiguos griegos. Ellos conocían perfectamente la diversidad de opiniones y habían hecho un culto de la tolerancia. La prédica de Sócrates podía parecerles incómoda pero no por eso lo habrían matado. No, al menos, si esa prédica no se hubiera sumado a otros factores hasta producir una mezcla explosiva. Y eso fue precisamente lo que pasó.

La perplejidad y la crispación
El trabajo de zapa desarrollado por Sócrates no era completamente nuevo para sus conciudadanos.   Más   bien   formaba   parte   de   un   movimiento   general   que   horadaba   la sabiduría tradicional y daba paso a un nuevo mundo de ideas. Los griegos habían dejado definitivamente atrás su pasado rústico y guerrero, y eran cada vez más conscientes de que los viejos versos de Hornero ya no contenían todas las respuestas. Los problemas habían empezado un siglo y medio atrás, cuando en las colonias de la costa jonia –hoy Turquía- aparecieron los primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se dedicaban a observar la naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las tradiciones ancestrales. "El sol decían no es un dios sino una piedra incandescente; las nubes son el  resultado de la  evaporación del  agua; la  variedad de  la naturaleza puede reducirse a los diferentes estados de un único elemento." Muchas de sus hipótesis eran falsas   y   estaban   mal   controladas,   pero   implicaban   un   cambio   de   actitud   respecto   del pasado: la costumbre no alcanza para justificar una idea; aunque hayamos creído en algo desde   siempre,   tenemos   que   encontrar   argumentos   racionales   que   nos   permitan sostenerlo.

Con el correr del tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del análisis de los fenómenos naturales a la discusión de las cosas humanas. Atenas se había visto progresivamente invadida por unos nuevos maestros de moral y de retórica que se llamaban  sofistas  y que  afirmaban  la  relatividad  de  todas  las  cosas. "Una  buena  causa sostenían estos hombres provenientes de ciudades lejanas es aquella que ha sido bien defendida en los tribunales." Y agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las cosas". Todo esto podría haber quedado como una más de las tantas modas intelectuales que circulaban en Atenas, si no fuera porque las nuevas ideas atrajeron a mucha gente culta y, en especial, a los hijos de  los aristócratas.  Eso cambió radicalmente las cosas, porque esos jóvenes constituían la generación de recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que recibieran la educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de
sus   mayores   y   que   se   convirtieran   en   prolongadores   de   la   sabiduría   ancestral.
 
Sin embargo, esos jóvenes ricos y cultos empezaban a reírse de las creencias compartidas y a despreciar a sus antecesores. Querían cortar con el pasado y abandonar las tradiciones. Ya no les interesaba leer la  Ilíada ni la Odisea, sino aprender la retórica y la lógica. Ya no prestaban atención a la antigua religión sino a la astronomía  y  a la zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para retribuir al último sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de guerra, las   ideas   que   defendían   los   jóvenes   aristócratas   no   siempre   coincidían   con   las   que enseñaban   sus   maestros.   Estos   últimos   tampoco   estaban   siempre   de   acuerdo   entre   sí, especialmente si se trataba de una discusión entre sofistas  y  filósofos. Pero estos matices no tenían   la   menor   importancia   para   el   ateniense   común.  A ojos   de   la   gente   sencilla,   lo   único importante   era   que   los   nuevos   intelectuales   habían   contaminado   a   los   jóvenes   con   ideas estrafalarias  y  que  ahora esos jóvenes se lanzaban contra las tradiciones que sostenían a las instituciones políticas, a la familia  y  a la religión. "Los sofistas están lejos de ser locos  - decía Anito, el acusador de Sócrates-. Los locos son los jóvenes que les pagan  y,  más todavía, los padres que ponen a sus hijos en sus manos. Pero las peores de todos son las ciudades que los reciben   dentro   de   sus   muros,   en   lugar   de   expulsar   sin   excepción   a   todo   individuo,   sea extranjero o no, que tenga esa profesión.” Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales habían conmovido   la   cultura   tradicional   diciendo   que   la   costumbre   no   alcanzaba   para   justificar   las convicciones   y que   aun   lo   más   sagrado   debía   encontrar   un   fundamento   en   la   razón.   Los jóvenes aristócratas habían convertido ese lema en un grito de guerra  y  se habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había llegado a fundar un Club de Adoradores  del Mal que se dedicaba a burlarse de los cultos ancestrales. Una de sus actividades preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí. Una mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los atenienses descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían   a   la   ciudad   habían   sido   mutiladas.   Durante   la   noche,   algún   grupo   que   nunca   fue identificado   pero   que   sabía   dónde   golpear   había   cometido   un   acto   que   hubiera   sido inimaginable pocos años atrás. "Esto es demasiado pensaba el ateniense común; esto nos va a   traer   la   ira   de   los   dioses."   Y   lo   peor   es   que   ese   hombre   sencillo   tuvo   la   plena   confirmación de sus temores.

INTERROGANTES: ¿Quién era Sócrates? ¿Cómo se vivía en esos momentos en Atenas?
¿Por qué la vida de Sócrates era incómoda y contradictoria?
¿Lo que hacía y decía era causa suficiente para ser condenado a muerte?


ACTIVIDAD 3

En la actividad anterior realizamos un acercamiento a la vida de Sócrates y de Atenas en la antiguedad y cómo allí se sucedió el gran suceso del juicio y condena del padre de la filosofía Sócrates, por pensar demasiado. ¿Es posible que hoy esté sucediendo algo parecido? ¿Muchas personas están siendo asesinadas por pensar de manera crítica? ¿Tú que dices al respecto? Elabora tus propias reflexiones a partir del siguiente video.







FINALMENTE, SUS ACTIVIDADES LAS PUEDEN ENVIAR EN LA MEDIDA EN QUE LAS DESARROLLEN AL CORREO tareaslifemena2020@gmail.com SEÑALANDO NOMBRE Y CURSO. 

Comentarios

  1. a donde y cuando enviamos las respuestas de estos interrogantes

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  2. Buenas tardes, respetada profesor, agradezco enviar fechas de entrega de los cuestionarios.

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  3. Buenos días. Las actividades en la medida en que las vayan desarrollando las pueden enviar al correo: tareaslifemena2020@gmail.com

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  4. Hola profe una pregunta las respuestas de las preguntas que están al final del primer texto son con base a la actualidad

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    1. Si, a partir del texto en confrontación con la realidad, argumentando suficientemente sus respuestas.

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  5. Buenas noches profesor las actividades se deben realizar en el cuaderno o por computador

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    1. Si pueden hacerlo por en computador mejor, es más claro y fácil de leer o si no en cuaderno y envían las fotos, pero que estén claras y comprensibles

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  6. Profe, antes de que ocurriera lo sucedido teníamos una tarea ¿DEBEMOS MANDARLA?

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    1. Si, si no las presentaron anteriormente, envían las fotos correspondientes al correo que hemos acordado.

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  7. buenas tardes profesor edilberto, lo que sucede es que en clase no alcanzamos a iniciar la lectura de la primera actividad y no tengo muy claro como resolver la actividad sin el texto entonces ser que puede hacerme el favor de enviar el texto?.

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  8. hola profe, lo que ocurre es que la semana pasada tuve un problema con mi internet y pues no pude ver las actividades. hasta ayer me activaron el servicio de internet pero mi pregunta es..

    aun tengo tiempo de entregar las actividades :((?

    estare pendiente de su respuesta.

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  9. Buenas Tardes señor profesor Mauricio Piñeros mi nombre es Karen Lopez del Grado 906 j.m, mi pregunta es todas esas actividades que se encuentran esta pagina es para todos los novenos o solo para algun curso en espcial, y a ese correo que registra se envia o se le envia a su correo personal.
    Agradezco su colaboracion y atencion prestada quedo atenta a su respuesta

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  10. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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