FILOSOFAR EN DÉCIMO PARA SUPERAR LA MINORÍA DE EDAD

LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO - FILOSOFÍA GRADO DÉCIMO

Saludos estudiantes Liceistas de Grado Décimo. A través de las siguientes actividades pretendemos continuar con el proceso filosófico que hemos desarrollado hasta ahora. Se esperaría que desarrollen de manera seria, comprometida y oportuna las actividades que se proponen a continuación.

ACTIVIDAD 1
 A partir del texto: El por qué de la filosofía de Fernando Savater  http://www.iesseneca.net/iesseneca/IMG/pdf/por_que_filosofia.pdf    y del Video Clip siguiente, responder los siguientes interrogantes:
1. ¿Tiene sentido intentar filosofar en medio de tantas preocupaciones diarias como la situación económica por la que atravesamos, la corrupción, el coronavirus, etc?
2. ¿Qué aportes puede darnos la filosofía frente a tantos avances tecnológicos y tantas distracciones que tenemos a través de las redes y demás?
3. ¿Según Savater en qué niveles del conocimiento podría aportar la filosofía?
4. ¿Qué podríamos comprender a partir de la experiencia de Sócrates, el padre de la filosofía?
5. ¿Según Savater, qué significa la siguiente frase, explícala: "Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela".
6. A partir de la entrevista a algunos estudiantes (Ver video) ¿Vale la pena estudiar filosofía? ¿La filosofía no es una cosa como para raros?



ACTIVIDAD 2

En esta actividad nos acercaremos al orígen de la filosofía a partir de la historia del que ha sido considerado el padre de la filosofía: Sócrates. Se esperaría que Usted conteste los interrogantes que se encuentran al final.

LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO – FILOSOFIA GRADO DECIMO

Si, como pensaba Arendt, la tradición de nuestro pensamiento político comienza con el juicio y la condena a muerte de Sócrates, esa misma tradición se ve definitivamente destruida en Auschwitz. Si Sócrates no pudo persuadir de su inocencia a quienes definitivamente le condenaron, entonces es que la ciudad no está preparada para las enseñanzas socráticas y, lo que es quizá peor, las propias enseñanzas de Sócrates quizá se autoinvalidan. La ciudad, al permitir la muerte de Sócrates, mostró su falta de sentido y de juicio para entender al filósofo. Muerto Sócrates, pronto la ciudad se olvidará de sus enseñanzas. La ciudad no es un lugar seguro para el filósofo y, en consecuencia, no se le puede confiar su memoria. Pero entonces, ¿qué nos queda?, ¿cuál es nuestro destino?, ¿qué podemos esperar?

Historias de Filósofos       (Pablo Da Silveira)
Sócrates y Atenas
Imaginemos que estamos a fines del siglo V antes de Cristo y que caminamos por las calles de Atenas. Es una gran ciudad para la época (probablemente unos cien mil habitantes) y eso se nota a cada paso: el mercado desborda de gente, numerosos ciudadanos entran y salen de los edificios públicos, el camino hacia el puerto hormiguea de comerciantes, de carretas cargadas de mercancía y de esclavos que transportan fardos. Si levantamos los ojos hacia la acrópolis vemos el Partenón, terminado de construir pocos años antes   y   (contra   lo   que   muchos   creen)   pintado   de   colores estridentes. Es el imponente testimonio de un pasado glorioso pero definitivamente clausurado, ya que Atenas acaba de perder su puesto   de   primera   potencia   mundial.   La   ciudad   viene   de   ser derrotada en una guerra, ha sido golpeada por dos epidemias de peste y ha sufrido una tiranía breve pero terrible que mató o envió al exilio a miles de ciudadanos. Todos esos golpes fueron duros y dejaron su marca. Pero los atenienses han sabido sobreponerse a la desgracia y poco a poco parecen retornar a los viejos buenos tiempos: la democracia es sólida, los negocios recuperan su ritmo, la paz social parece asegurada.

De   pronto,   en   una   esquina,   un   pequeño   grupo   de hombres forma un semicírculo en torno a un personaje estrafalario. El que habla es bajo de estatura, tiene un vientre movedizo y una nariz chata que estalla entre dos ojos demasiado separados. Va descalzo, tiene los pies sucios y la túnica en mal estado. En una palabra, es todo lo contrario de esos griegos apolíneos que nos muestran las estatuas. Ese   hombre   gesticula,   mueve   los   brazos,   señala impertinentemente con el dedo. Sus interlocutores pasan de la risa a la confusión, del interés a la furia, pero en ningún momento dejan de escucharlo. La mayoría de ellos son jóvenes bien vestidos y de físicos cuidados. Cualquier ateniense los reconocería como hijos de ciudadanos ricos. Y cualquier ateniense diría ante ese cuadro:   "Ahí está   Sócrates   insistiendo   con   sus   molestas preguntas”. Sócrates era uno, de los personajes más populares de Atenas, la ciudad que lo vio nacer, en la que creció y enseñó, la que lo juzgó y terminó por obligarlo a envenenarse. Allí había nacido en el 469 antes de Cristo, hijo de Sofronisco, un tallador de piedra, y de una conocida partera llamada Fenaretes. Ambos eran gente sencilla, trabajadora, sin grandes propiedades ni rentas. Pero los dos eran atenienses de pura cepa, de modo que los varones de esa familia pertenecían a la minoría de ciudadanos con plenos derechos políticos: podían hablar en la asamblea, votar y ocupar rotativamente alguno de los numerosos cargos públicos.

Sócrates se había casado con Jantipa, una mujer también ateniense que era famosa por su mal carácter. El matrimonio había tenido tres hijos y no se diferenciaba en nada de cualquier familia de atenienses pobres. La relación entre Sócrates y Atenas se extendió durante largas   décadas,   de   manera   que   ambos   tuvieron   tiempo   para formarse una opinión acerca del otro. Sócrates había nacido en esa ciudad y nunca se había alejado de ella. No era amigo de hacer grandes viajes ni parecía tener necesidad de recorrer el mundo.
Después de todo, lo que a él le interesaba no eran los paisajes sino los hombres, y todos los personajes interesantes de aquella época terminaban   por   confluir   en   Atenas.   Su   vida   no   era   la   de   un pensador solitario y aislado, como habían sido Tales o Heráclito, ni la de un aristócrata alejado del pueblo" como sería más tarde su discípulo Platón. A Sócrates se lo podía encontrar en la calle o en el mercado, conversando con los políticos, con los comerciantes o con los artesanos. Su vida, como la de todo buen ateniense, había estado constantemente ligada a la historia de la ciudad. La había visto  crecer   y   fortalecerse,   había   asistido   regularmente   a   la asamblea e incluso había cumplido un par de veces con el más serio de los deberes del ciudadano: había luchado como soldado de infantería para defender a Atenas de ataques exteriores. No se destacó,   que   sepamos,   como   un   combatiente   particularmente brillante, pero el hecho es que allí había estado, hombro con hombro en ese ejército formado por ciudadanos en armas.

¿Cómo es posible que un hombre semejante, que hacía parte del más típico paisaje ateniense, haya despertado un odio suficiente   en   sus   conciudadanos   como   para   terminar   siendo condenado a muerte a los setenta años de edad? Contestar esta pregunta no es tarea fácil, pero al menos podemos descartar una posible respuesta: cualquiera sea el crimen cometido por Sócrates, lo cierto es que no fue un agitador ni un subversivo en el sentido habitual   de   estos   términos.   Jamás   desafió   a   las   autoridades legítimas, nunca participó en una campaña política, ni siquiera fue un orador que se destacara en la asamblea. Su currículum de ciudadano   se   reduce   a   un   par   de   anécdotas   que   no   permiten explicar su muerte, sino que más bien lo pintan como un hombre que hubiera merecido el elogio de sus conciudadanos. Por la primera historia sabemos que al menos una vez en su vida Sócrates ocupó una magistratura, es decir, uno de esos cargos rotativos que duraban un año y que se distribuían por sorteo entre los ciudadanos. Esto no tiene nada de excepcional porque así funcionaban las cosas en Atenas: la administración de justicia, la inspección de las pesas que se utilizaban en el mercado, el control de   las   operaciones   de   carga   y   de   descarga   en   el   puerto,   el cumplimiento de las liturgias en los templos, eran funciones que se ponían en manos de ciudadanos comunes según lo determinara la suerte. En esta rotación de responsabilidades consistía para los griegos la democracia directa. Así que no es nada raro que una vez le tocara a Sócrates, no porque fuera Sócrates sino porque era ciudadano.

No es menos cierto, sin embargo, que su desempeño en el cargo dio que hablar a los atenienses. Un hecho fortuito lo obligó a tomar una decisión difícil y eso lo colocó en el centro de una   tormenta   política.   Sócrates,   en   efecto,   fue   magistrado   en tiempos   de   ese   conflicto   contra   Esparta   que   los   historiadores llaman la Guerra del Peloponeso. Y ocurrió que mientras estaba en funciones   se   produjo   una   batalla   naval   que   tuvo   resultados desastrosos para los atenienses.  Al conocerse la noticia, la opinión pública reaccionó indignada contra los estrategos, es decir, contra los ciudadanos especializados en cuestiones militares que habían dirigido el combate. Y, en un clima más bien violento, alguien propuso  juzgarlos   a   todos   y   condenarlos   en   bloque   por   su incompetencia.

La  propuesta   iba  contra  las  leyes de  la  ciudad,  que prohibían los juicios colectivos para darle a cada acusado una adecuada   oportunidad   de   defenderse.   Pero   los   atenienses   no estaban   de   humor   para   fijarse   en   detalles   y   querían   pasar rápidamente a la ejecución. Sócrates, sin embargo, hizo valer todas sus potestades de magistrado y pese a sufrir grandes presiones, consiguió bloquear la iniciativa. No sabemos exactamente cómo terminó   el   episodio,   pero   tanto   Platón   como   Jenofonte   lo recordaban   tiempo   después   de   su   ejecución.   Era   una   de   esas historias edificantes que les gustaba contar a los griegos cuando se trataba de resaltar las virtudes de un ciudadano muerto. Fuera de este episodio, hay sólo otra oportunidad en la que Sócrates tuvo una actuación política destacada. Lo que hizo aquella vez fue un verdadero acto de desobediencia civil, pero no lo   cometió   contra   la   democracia   sino   contra   una   dictadura sangrienta.

Este segundo hecho ocurrió hacia el año 404 antes de Cristo, luego de que Atenas perdiera la guerra contra Esparta. Esa época fue especialmente dura para los atenienses, porque la ciudad quedó bajo el control de una fuerza de ocupación que impuso un gobierno   integrado   por   treinta   aristócratas   simpatizantes   de   la potencia vencedora y de claras convicciones antidemocráticas. Los Treinta Tiranos instalaron un régimen de terror que les costó el exilio, la expropiación o la muerte a miles de ciudadanos. La pesadilla duró apenas un año, pero eso fue tiempo suficiente para hacerle muchísimo daño a buena parte de los atenienses. Aquella   vez   Sócrates   tuvo   mala   suerte.   El   gobierno había decidido detener a un opositor llamado León de Salamina y, como era habitual en aquel tiempo, eligió por sorteo a un grupo de ciudadanos para que fuera a buscarlo. (En Atenas no había policía profesional, de manera que eran los propios ciudadanos o simples esclavos quienes se ocupaban de arrestar a los delincuentes, cuidar las cárceles y ejecutar las sentencias) Sócrates quedó entre los cinco vecinos seleccionados por este procedimiento pero se negó a cumplir la orden: en lugar de ir con los otros a buscar a León, sencillamente se volvió para su casa. Por lo que sabemos ese acto no tuvo mayores consecuencias para él, aunque bien pudo haberle costado la vida. Y en cierto sentido esa muerte hubiera sido mucho más comprensible (y mucho más honrosa para Atenas) que la que finalmente tuvo. Estas dos historias son todo lo que sabemos acerca del Sócrates ciudadano. Las dos nos dan una imagen simpática del personaje pero, a escala  ateniense, son muy poco impresionantes.

Es que la vida y la política estaban ligadas en esa ciudad hasta   un   punto   que   hoy   nos   cuesta   imaginar.   Los   atenienses empezaban a prepararse para participar en los asuntos públicos casi desde niños. Todavía adolescentes, los futuros ciudadanos empezaban a ser integrados a los banquetes y a las tertulias de sus mayores. Allí conocían a las figuras más importantes del arte y de la política, al tiempo que aprendían a argumentar, a discutir y a persuadir   a   los   demás.   En   esa   misma   época   empezaban   a frecuentar el gimnasio, preparándose para servir como soldados. Luego se integraban a la asamblea y a partir de los treinta años se convertían en ciudadanos plenos, con derecho a ser electos para todos los cargos de la administración.
A lo largo de ese proceso los atenienses tomaban partido, se incorporaban a corrientes de opinión, tejían una compleja red de amistades y de enemistades políticas, participaban en toda clase de conflictos y no pocas veces se jugaban la vida. Por eso, casi cualquier ateniense que llegara a los setenta años tenía mucha experiencia acumulada y muchas historias que contar.

¿Cómo pudo ocurrir que un hombre comparativamente poco involucrado en los vaivenes de la vida política terminara siendo ejecutado? ¿Y cómo se explica que haya sido condenado a muerte   en   un   momento   de   relativa   calma,   bajo   un   gobierno legítimo y democrático? Porque Sócrates no fue ejecutado por la dictadura de los Treinta Tiranos sino cinco años más tarde, cuando la democracia ya había sido restaurada. No fue condenado por un régimen débil o acorralado, sino bajo instituciones que contaban con   un   gran   apoyo   popular.   Más   aun,   el   principal   de   sus acusadores, que se llamaba Anito, era uno de los políticos que más había contribuido al reestablecimiento de la democracia tras la dictadura de los Treinta. Anito era el autor de una ley de amnistía con la que se había pacificado la ciudad luego de un período de disturbios. Y, para demostrar que su iniciativa iba en serio, él mismo había renunciado a recuperar las numerosas propiedades que los Treinta le habían confiscado.  Eso lo había convertido en uno de los políticos más influyentes de Atenas y en uno de los principales dirigentes del partido democrático.

No era un irresponsable ni un fanático, ni mucho menos un intrascendente en busca de protagonismo. Lo que sucedió en aquel momento es, por lo tanto, a la vez claro y duro de admitir: la que mató a Sócrates fue la Atenas democrática, la misma Atenas que había sido antes y siguió siendo después un reducto de tolerancia y de participación política. Esa Atenas lo mató con toda conciencia, sin que mediara un error judicial   ni   una   crisis   que   hiciera   perder   el   control   de   los acontecimientos. ¿Cómo entender lo que ocurrió si no queremos contentarnos con algunas acusaciones generales de ignorancia y de fanatismo? Para encontrar una solución al problema tenemos que empezar por preguntarnos qué hizo Sócrates de especial a lo largo de su vida. Y la respuesta inmediata es que habló todo el tiempo sin escribir jamás una sola línea. Pero hablar estaba lejos de ser un delito en Atenas. Al contrario, esa era una ciudad donde las cosas más importantes se hacían hablando: se hablaba en el mercado y en los tribunales, se hablaba en la asamblea, se hablaba sin parar en la tienda del barbero, en el teatro y en las esquinas. Hablaban los jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres, los ciudadanos y los extranjeros. Atenas era una ciudad soleada y meridional donde nadie pensaba que hablar fuera una pérdida de tiempo. ¿De qué había hablado Sócrates para que lo suyo fuera tan especial en ese contexto? Sencillamente había hablado de todo: de la virtud, de la verdad, de la ciencia, de la justicia, de la belleza, del amor, de la Muerte, de la vida. Y más que hablar, había preguntado. Había tratado de saber qué pensaban sus vecinos para ver qué podía sostenerse con razonable firmeza.

Aquí parece estar una de las claves del problema: el trabajo de Sócrates no consistía tanto en afirmar como en poner en duda.   Se   había   propuesto   mostrar   a   los   atenienses   que   sus opiniones y sus juicios estaban basados en la costumbre y no en la razón, de modo que eran incapaces de defender con argumentos lo que tenían por bueno, por justo o por verdadero. Se trataba de una tarea capaz de exasperar a cualquiera y él la llevaba a cabo con verdadera   impertinencia.   Su   método   consistía   en   pedir   la definición de un concepto aparentemente claro para deducir de allí una   serie   de   consecuencias   insospechadas   y   contradictorias. Sócrates enredaba a su interlocutor con sus propias palabras y lo alentaba a reformular el concepto. Pero luego volvía a hacerla trizas y lo dejaba todavía más perplejo. Como si todo esto fuera poco,   sus   palabras   estaban   permanentemente   adornadas   con declaraciones de humildad: "Sólo sé que no sé nada. Sólo repito el oficio de mi madre: con mis preguntas saco a luz ideas que son de otros". Detrás de estas declaraciones falsamente modestas había un   objetivo   muy   poco   tranquilizador:   se   trataba   de   poner   en evidencia todo lo que había de infundado o de poco claro en las ideas que eran ampliamente aceptadas por los atenienses de su tiempo. Pero no seamos injustos con los antiguos griegos. Ellos conocían perfectamente la diversidad de opiniones y habían hecho un culto de la tolerancia. La prédica de Sócrates podía parecerles incómoda pero no por eso lo habrían matado. No, al menos, si esa prédica no se hubiera sumado a otros factores hasta producir una mezcla explosiva. Y eso fue precisamente lo que pasó.

La perplejidad y la crispación
El trabajo de zapa desarrollado por Sócrates no era completamente nuevo para sus conciudadanos.   Más   bien   formaba   parte   de   un   movimiento   general   que   horadaba   la sabiduría tradicional y daba paso a un nuevo mundo de ideas. Los griegos habían dejado definitivamente atrás su pasado rústico y guerrero, y eran cada vez más conscientes de que los viejos versos de Hornero ya no contenían todas las respuestas. Los problemas habían empezado un siglo y medio atrás, cuando en las colonias de la costa jonia –hoy Turquía- aparecieron los primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se dedicaban a observar la naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las tradiciones ancestrales. "El sol decían no es un dios sino una piedra incandescente; las nubes son el  resultado de la  evaporación del  agua; la  variedad de  la naturaleza puede reducirse a los diferentes estados de un único elemento." Muchas de sus hipótesis eran falsas   y   estaban   mal   controladas,   pero   implicaban   un   cambio   de   actitud   respecto   del pasado: la costumbre no alcanza para justificar una idea; aunque hayamos creído en algo desde   siempre,   tenemos   que   encontrar   argumentos   racionales   que   nos   permitan sostenerlo.

Con el correr del tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del análisis de los fenómenos naturales a la discusión de las cosas humanas. Atenas se había visto progresivamente invadida por unos nuevos maestros de moral y de retórica que se llamaban  sofistas  y que  afirmaban  la  relatividad  de  todas  las  cosas. "Una  buena  causa sostenían estos hombres provenientes de ciudades lejanas es aquella que ha sido bien defendida en los tribunales." Y agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las cosas". Todo esto podría haber quedado como una más de las tantas modas intelectuales que circulaban en Atenas, si no fuera porque las nuevas ideas atrajeron a mucha gente culta y, en especial, a los hijos de  los aristócratas.  Eso cambió radicalmente las cosas, porque esos jóvenes constituían la generación de recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que recibieran la educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de
sus   mayores   y   que   se   convirtieran   en   prolongadores   de   la   sabiduría   ancestral.
 
Sin embargo, esos jóvenes ricos y cultos empezaban a reírse de las creencias compartidas y a despreciar a sus antecesores. Querían cortar con el pasado y abandonar las tradiciones. Ya no les interesaba leer la  Ilíada ni la
Odisea, sino aprender la retórica y la lógica. Ya no prestaban atención a la antigua religión sino a la astronomía  y  a la zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para retribuir al último sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de guerra, las   ideas   que   defendían   los   jóvenes   aristócratas   no   siempre   coincidían   con   las   que enseñaban   sus   maestros.   Estos   últimos   tampoco   estaban   siempre   de   acuerdo   entre   sí, especialmente si se trataba de una discusión entre sofistas  y  filósofos. Pero estos matices no tenían   la   menor   importancia   para   el   ateniense   común.  A ojos   de   la   gente   sencilla,   lo   único importante   era   que   los   nuevos   intelectuales   habían   contaminado   a   los   jóvenes   con   ideas estrafalarias  y  que  ahora esos jóvenes se lanzaban contra las tradiciones que sostenían a las instituciones políticas, a la familia  y  a la religión. "Los sofistas están lejos de ser locos  - decía Anito, el acusador de Sócrates-. Los locos son los jóvenes que les pagan  y,  más todavía, los padres que ponen a sus hijos en sus manos. Pero las peores de todos son las ciudades que los reciben   dentro   de   sus   muros,   en   lugar   de   expulsar   sin   excepción   a   todo   individuo,   sea extranjero o no, que tenga esa profesión.” Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales habían conmovido   la   cultura   tradicional   diciendo   que   la   costumbre   no   alcanzaba   para   justificar   las convicciones   y que   aun   lo   más   sagrado   debía   encontrar   un   fundamento   en   la   razón.   Los jóvenes aristócratas habían convertido ese lema en un grito de guerra  y  se habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había llegado a fundar un Club de Adoradores  del Mal que se dedicaba a burlarse de los cultos ancestrales. Una de sus actividades preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí. Una mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los atenienses descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían   a   la   ciudad   habían   sido   mutiladas.   Durante   la   noche,   algún   grupo   que   nunca   fue identificado   pero   que   sabía   dónde   golpear   había   cometido   un   acto   que   hubiera   sido
inimaginable pocos años atrás. "Esto es demasiado pensaba el ateniense común; esto nos va a   traer   la   ira   de   los   dioses."   Y   lo   peor   es   que   ese   hombre   sencillo   tuvo   la   plena   confirmación de sus temores.

INTERROGANTES: ¿Quién era Sócrates? ¿Cómo se vivía en esos momentos en Atenas?
¿Por qué la vida de Sócrates era incómoda y contradictoria?

¿Lo que hacía y decía era causa suficiente para ser condenado a muerte?




ACTIVIDAD 3

En esta tercera actividad, continuaremos el acercamiento a las contradcciones que se producen a partir del ejercicio del pensamiento autónomo, a partir del pensamiento libre, del pensamiento crítico, del pensamiento del padre de la filosofía, el hombre que había salido de la caverna y pensaba a partir de la luz: Sócrates,  Al final encontrarán algunos interrogantes para que piensen, reflexionen y escriban...

LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO – GRADO DECIMO – FILOSOFÍA
¿POR QUÉ MATARON A SOCRATES? Segunda parte

Los problemas habían empezado un siglo y medio atrás, cuando en las colonias de la costa jonia -hoy Turquía- aparecieron los primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se dedicaban a observar la naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las tradiciones ancestrales. "El sol –decían-no es un dios sino una   piedra   incandescente;   las   nubes   son   el   resultado   de   la evaporación del agua; la variedad de la naturaleza puede reducirse a los diferentes estados de un único elemento." Muchas de sus hipótesis eran falsas y estaban mal controladas, pero implicaban un cambio de actitud respecto del pasado: la costumbre no alcanza para justificar una idea; aunque hayamos creído en algo desde siempre, tenemos que encontrar argumentos racionales que nos permitan sostenerlo. Con el correr del tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del análisis de los fenómenos naturales a la   discusión   de   las   cosas   humanas.   Atenas   se   había   visto progresivamente invadida por unos nuevos maestros de moral y de retórica que se llamaban sofistas y que afirmaban la relatividad de odas   las   cosas.   "Una   buena   causa   -sostenían   estos hombres provenientes de ciudades lejanas- es aquella que ha sido bien defendida en los tribunales." Y agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las cosas".

Todo esto podría haber quedado como una más de las tantas modas intelectuales que circulaban en Atenas, si no fuera porque   las   nuevas   ideas   atrajeron   a   mucha   gente   culta   y,   en especial, a los hijos de los aristócratas. Eso cambió radicalmente las   cosas,   porque   esos   jóvenes   constituían   la   generación   de recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que recibieran la educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de sus mayores y que se convirtieran en prolongadores de la sabiduría ancestral. Sin embargo, esos jóvenes ricos y cultos empezaban a reírse   de   las   creencias   compartidas   y   a   despreciar   a   sus antecesores.   Querían   cortar   con   el   pasado   y   abandonar   las tradiciones. Ya no les interesaba leer la Ilíada ni la Odisea, sino aprender la retórica y la lógica. Ya no prestaban atención a la antigua religión sino a la astronomía y a la zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para retribuir al último sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de guerra.

Las   ideas   que   defendían   los   jóvenes   aristócratas   no siempre coincidían con las que enseñaban sus maestros. Estos últimos   tampoco   estaban   siempre   de   acuerdo   entre   sí, especialmente   si   se   trataba   de   una   discusión   entre   sofistas   y filósofos. Pero estos matices no tenían la menor importancia para el   ateniense   común.   A   ojos   de   la   gente   sencilla,   lo   único importante era que los nuevos intelectuales habían contaminado a los jóvenes con ideas estrafalarias y que ahora esos jóvenes se lanzaban contra las tradiciones que sostenían a las instituciones políticas, a la familia y a la religión. "Los sofistas están lejos de ser locos -decía Anito, el acusador de Sócrates-. Los locos son los jóvenes que les pagan y, más todavía, los padres que ponen a sus hijos en sus manos. Pero las peores de todos son las ciudades que los   reciben   dentro   de   sus   muros,   en   lugar   de   expulsar   sin excepción a todo individuo, sea extranjero o no, que tenga esa profesión.”

Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales habían conmovido la cultura tradicional diciendo   que   la   costumbre   no   alcanzaba   para   justificar   las convicciones   y   que   aun   lo   más   sagrado   debía   encontrar   un fundamento   en   la   razón.   Los   jóvenes   aristócratas   habían convertido ese lema en un grito de guerra y se habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había llegado a fundar un Club de Adoradores del Mal que se dedicaba a burlarse de   los   cultos   ancestrales.   Una   de   sus   actividades   preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí. Una mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los atenienses descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían a la ciudad habían sido mutiladas.

Durante la noche, algún grupo que nunca fue identificado pero que sabía dónde golpear había cometido un acto que hubiera sido inimaginable pocos años atrás. "Esto es demasiado -pensaba el ateniense común-; esto nos va a traer la ira de los dioses." y lo peor es que ese hombre sencillo tuvo la plena confirmación de sus temores.

La segunda mitad del siglo V antes de Cristo fue uno de los períodos más calamitosos de la historia de Atenas. En el 431 se desató la Guerra del Peloponeso, ese largo conflicto contra Esparta que terminó en una derrota abrumadora. En un lapso de apenas cuatro años (entre el 430 y el 426) dos epidemias de peste cayeron sobre la ciudad y mataron a un tercio de la población. La peste se llevó entre otros al propio Pericles, que no sólo era el jefe político y militar de la ciudad sino el símbolo viviente de su grandeza. En el 415 los atenienses hicieron un último intento por revertir la situación militar y reunieron todas sus fuerzas para conquistar Sicilia. Pero cuando los barcos acababan de dejar el puerto se descubrió la mutilación de las estatuas sagradas y el terror se apoderó de la ciudad: los supuestos culpables fueron perseguidos, expropiados   o   ejecutados   tras   juicios   sumarísimos.   Entre   los sospechosos figuraba Alcibíades, un aristócrata joven y ambicioso que comandaba la flota de guerra. Alcibíades fue convocado a Atenas para ser sometido a juicio pero, en lugar de obedecer, se escapó   a   Esparta   y   empezó   a   colaborar  con   el   enemigo.   La expedición a Sicilia terminó en un desastre y en Atenas hubo un golpe de estado. La guerra duró todavía unos años pero en el 405 se produjo la derrota definitiva. La ciudad se rindió y fue ocupada por las fuerzas espartanas. Sus habitantes quedaron en manos de los Treinta Tiranos.

Esta   sucesión   de   calamidades   demandaba   alguna explicación y los ojos de muchos atenienses empezaron a dirigirse hacia los nuevos intelectuales. Con su racionalismo a ultranza y su relativismo moral, esos nuevos maestros habían traído los peores males imaginables a la ciudad. La irreverencia y los sacrilegios de sus discípulos habían terminado por desatar la furia de los dioses.
La guerra, la peste, los golpes oligárquicos eran la consecuencia inevitable del abandono de la vieja sabiduría. En   todo   esto   había   un   enorme   malentendido,   pero también un conflicto muy real. La sabiduría convencional griega (la que transmitían los poemas de Homero) había sido siempre una sabiduría de los límites: la innovación política debía respetar la costumbre, la discusión moral debía contemplar la tradición, la religión debía continuar con los usos del pasado, el conocimiento no debía profanar lo que era patrimonio de los dioses. Ese era el gran secreto que explicaba la estabilidad y la continuidad del estilo de vida griego: los hombres podían innovar pero no debían actuar como si fuesen dioses. Esa falta se designaba con una palabra, hybris, que quería decir desmesura, tentación de lo absoluto.

Los   nuevos   intelectuales   fueron   vistos   como responsables de las calamidades que sufría Atenas porque habían convertido   la   hybris   en   programa.   A   ojos   de   la   sabiduría tradicional, lo que pretendían esos hombres era ir más allá de donde era sensato llegar si se quería mantener la paz social y la vida   civilizada.   El   filósofo   Heráclito   había   despreciado   la sabiduría de los ancestros y no había vacilado en tratar a Hornero de charlatán. Y a los sofistas como Protágoras no les temblaba la voz  cuando  decían  que  había que  investigar  la  naturaleza  sin preocuparse en saber si los dioses existen o no. Para muchos atenienses esto implicaba rivalizar con lo divino, intentar elevarse por encima de los límites humanos para alcanzar un conocimiento y un dominio absolutos. Y tal pretensión sólo podía culminar en un   desastre.   No   había   que   olvidar   que   a   Prometeo   le   habían comido el hígado por desafiar a los dioses y que a Ícaro se le habían fundido las alas por acercarse demasiado al sol.

Sería un error de nuestra parte mirar con suficiencia este tipo de temor. Los antiguos griegos se expresaban de un modo arcaico, pero lo que estaban planteando al hablar de la cólera de los dioses era un problema muy real. Para decirlo en términos contemporáneos, la pregunta que se estaban haciendo es cuánta innovación y cuánta ruptura con el pasado puede soportar una sociedad sin llegar a descomponerse como tal. Pese a su simpleza, los compatriotas de Sócrates sabían que una sociedad es un tejido de   vínculos   que   requieren   ser   alimentados,   y   se   estaban preguntando cuánta tensión puede resistir ese tejido sin correr el riesgo de estallar.

Con el paso de los siglos hemos aprendido que una sociedad puede tolerar mucha más  heterogeneidad y mucha más complejidad que lo que creían los antiguos griegos, pero eso no quita que su pregunta siga teniendo sentido. De hecho, es probable que hoy lo tenga más que nunca, así como es probable que siga ganándolo en el futuro. La cultura tradicional ateniense había ingresado en una profunda crisis y esto planteaba un problema de supervivencia en tanto   sociedad.   Los   atenienses   empezaron   a   defenderse   como podían   de   ese   peligro   y,   como   casi   siempre   ocurre   cuando actuamos crispados, en general lo hicieron mal. A principios de la guerra con Esparta fue incorporado a la legislación ateniense el delito de impiedad, que podía aplicarse a todos quienes pusieran en duda la existencia de los dioses. Por lo que sabemos, la norma fue propuesta por un tal Diopites hacia el año 432 antes de Cristo, con el objeto de perseguir a quienes buscaban explicaciones naturales para los fenómenos que hasta entonces habían sido considerados divinos.

Pero el hecho es que la nueva ley fue usada casi exclusivamente para atacar al círculo de intelectuales y de artistas que rodeaba a Pericles, que eran los representantes más visibles de la nueva mentalidad. El   primer   acusado   fue   Anaxágoras,   un   filósofo   que enseñaba que el sol y los cometas eran piedras incandescentes, que la luna era una piedra fría de relieve montañoso y que el trueno era el resultado de una colisión entre nubes. El acusado fue condenado a muerte y terminó huyendo de la ciudad. El siguiente ataque se dirigió contra el escultor Fidias, a quien los atenienses debían los frisos del Partenón y algunas de las estatuas más famosas de Grecia. Fidias fue acusado de utilizar su arte para divinizarse a sí mismo: aparentemente había esculpido su propio retrato en algún lugar del Partenón. Y pese a todo su talento y a todo su prestigio, no pudo escapar a una condena que le hizo terminar sus días en prisión. "La historia posee en su totalidad -dice el historiador Mases   Finley-   la   apariencia   de   un   ataque   dirigido   contra   los intelectuales,   en   un   tiempo   en   que   una   parte   de   ellos   estaba cuestionando   y   con   frecuencia   desafiando   creencias profundamente enraizadas en los campos de la religión, la ética y la política."

¿Y por qué no incluir a Sócrates entre estos hombres que empujaban la ciudad hacia la desintegración? Es verdad que él no era un sofista, como lo mostraba su propia condición de ateniense y el que se negara a cobrar por sus lecciones. Pero Sócrates también criticaba la moral tradicional y demolía las antiguas ideas acerca de lo justo y de lo bueno. Era además un severo crítico de la democracia, a la que acusaba de poner en el gobierno a hombres indignos de esa tarea. Nunca se le había escuchado hablar a favor de la tiranía ni de los golpes oligárquicos, pero si no había hecho nada en contra de la democracia, tampoco había hecho gran cosa por ella. Más bien había mostrado una olímpica indiferencia hacia las instituciones, hasta el punto de que jamás había tomado la palabra  en  la  asamblea  de  ciudadanos. Este   hombre  locuaz  y entrometido, que hablaba en todas las plazas y esquinas de Atenas, se había callado justamente allí donde más consecuencias podía tener su voz.

Callarse, por supuesto, no era delito en Atenas. Pero era algo que llamaba mucho la atención, sobre todo si el silencio provenía   de   Sócrates.   Porque   si   bien   él   mismo   no   podía   ser acusado   de   haber   conspirado   contra   la   democracia,   entre   sus discípulos se contaban algunos de los hombres que más daño le habían hecho a la ciudad. Por ejemplo, el brillante y tormentoso Alcibíades, que en plena guerra había cambiado de bando y le había trasmitido información esencial al enemigo. O varios de los impulsores del golpe oligárquico del año 411. O peor aún, el propio Critias, el más sangriento de los Treinta Tiranos y también Cármides, otro de los Treinta, que además era tío de Platón. Podía ser que ese hombre no fuera una mala persona ni un conspirador político, pero los resultados de su enseñanza estaban a la vista y podían ser juzgados por cualquiera. Aristófanes, un comediante brillante y muy popular en Atenas, fue uno de los primeros en sacar esta conclusión. Por eso escribió una serie de comedias en las que Sócrates aparecía como personaje, pero sobre todo una -Las nubes- que parecía escrita con toda la intención de destruido.

Las nubes,  se estrenó en Atenas veinticinco años antes del juicio. En ella aparece un Sócrates burdo y caricaturesco, mitad sofista y mitad bufón, que pasa sus días en una Casa de Pensar. Desde ese extraño reducto hace la defensa del ateísmo radical   y   confunde   a   sus   interlocutores   con   razonamientos absurdos. El retrato es claramente difamatorio, pero es seguro que Aristófanes se hacía eco de algunas bromas bien conocidas en la ciudad. La obra termina en un gigantesco caos donde todo se confunde y se destruye. En un cierre típico de Aristófanes (que bien podría haber sido guionista de los Monty Phyton) la Casa de Pensar es incendiada y reducida a escombros, sin que quede claro si Sócrates consigue escapar. Platón nunca le perdonó este final y, muchos   años   después   de   la   ejecución,   todavía   acusaba   a Aristófanes de haber sido su primer instigador.

Es difícil saber si Platón tenía razón o no, pero es seguro que los motivos del proceso debieron cocerse a fuego lento. En parte Sócrates fue ejecutado por lo que dijo, en parte por lo que no dijo y en parte por lo que dijeron e hicieron los hombres que lo rodeaban. Esta complejidad tal vez explique por qué fue juzgado y condenado en un tiempo en que poca gente corría ese peligro, como   lo   prueba   el   hecho   de   que   no   se   conozcan   procesos semejantes al suyo en las décadas posteriores. Sócrates fue llevado a juicio como nuevo intelectual y por delitos de opinión. Pero es seguro que si el mismo no hubiera colaborado activamente con sus censores, difícilmente hubiera conocido el sabor de la cicuta.

¿Por qué los nuevos pensadores causaron tanta perplejidad y confusión en la sociedad ateniense?
¿Qué opina frente al cuestionamiento que siempre han hecho los filósofos frente a la tradición y las costumbres? ¿Es necesario? ¿Se debería evitar?
¿Realmente la causa de las desgracias vividas en Atenas en su momento, fue el cuestionamiento realizado por los nuevos pensadores a la religión y la costumbre?
¿Qué opinas de los argumentos de quienes condenaron a Sócrates, son válidos para condenar a alguien a la muerte?
Pasados más de dos mil quinientos años de lo sucedido con Sócrates, podemos afirmar que en nuestra sociedad no se presentan injusticias relacionadas con la libertad de pensamiento,  no se presentan casos de persecución, intolerancia y hasta muerte  por ejercer la libertad de expresar su pensamiento o cuestionar lo que se considera injusto e incorrecto?
Investigue casos en los que hoy algunas personas desafían las leyes o las costumbres buscando ante todo defender la vida y la verdad.



Comentarios

  1. Buenos días. Las actividades en la medida que las vayan desarrollando las pueden enviar al correo: tareaslifemena2020@gmail.com Señalando nombre y curso correspondientes

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  2. Buenos días. Las actividades en la medida que las vayan desarrollando las pueden enviar al correo: tareaslifemena2020@gmail.com Señalando nombre y curso correspondientes

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