FILOSOFAR EN DÉCIMO PARA SUPERAR LA MINORÍA DE EDAD
LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO - FILOSOFÍA GRADO DÉCIMO
Saludos estudiantes Liceistas de Grado Décimo. A través de las siguientes actividades pretendemos continuar con el proceso filosófico que hemos desarrollado hasta ahora. Se esperaría que desarrollen de manera seria, comprometida y oportuna las actividades que se proponen a continuación.
ACTIVIDAD 1
A partir del texto: El por qué de la filosofía de Fernando Savater http://www.iesseneca.net/iesseneca/IMG/pdf/por_que_filosofia.pdf y del Video Clip siguiente, responder los siguientes interrogantes:
1. ¿Tiene sentido intentar filosofar en medio de tantas preocupaciones diarias como la situación económica por la que atravesamos, la corrupción, el coronavirus, etc?
2. ¿Qué aportes puede darnos la filosofía frente a tantos avances tecnológicos y tantas distracciones que tenemos a través de las redes y demás?
3. ¿Según Savater en qué niveles del conocimiento podría aportar la filosofía?
4. ¿Qué podríamos comprender a partir de la experiencia de Sócrates, el padre de la filosofía?
5. ¿Según Savater, qué significa la siguiente frase, explícala: "Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela".
6. A partir de la entrevista a algunos estudiantes (Ver video) ¿Vale la pena estudiar filosofía? ¿La filosofía no es una cosa como para raros?
ACTIVIDAD 2
En esta actividad nos acercaremos al orígen de la filosofía a partir de la historia del que ha sido considerado el padre de la filosofía: Sócrates. Se esperaría que Usted conteste los interrogantes que se encuentran al final.
Historias de Filósofos (Pablo Da Silveira)
Saludos estudiantes Liceistas de Grado Décimo. A través de las siguientes actividades pretendemos continuar con el proceso filosófico que hemos desarrollado hasta ahora. Se esperaría que desarrollen de manera seria, comprometida y oportuna las actividades que se proponen a continuación.
ACTIVIDAD 1
A partir del texto: El por qué de la filosofía de Fernando Savater http://www.iesseneca.net/iesseneca/IMG/pdf/por_que_filosofia.pdf y del Video Clip siguiente, responder los siguientes interrogantes:
1. ¿Tiene sentido intentar filosofar en medio de tantas preocupaciones diarias como la situación económica por la que atravesamos, la corrupción, el coronavirus, etc?
2. ¿Qué aportes puede darnos la filosofía frente a tantos avances tecnológicos y tantas distracciones que tenemos a través de las redes y demás?
3. ¿Según Savater en qué niveles del conocimiento podría aportar la filosofía?
4. ¿Qué podríamos comprender a partir de la experiencia de Sócrates, el padre de la filosofía?
5. ¿Según Savater, qué significa la siguiente frase, explícala: "Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela".
6. A partir de la entrevista a algunos estudiantes (Ver video) ¿Vale la pena estudiar filosofía? ¿La filosofía no es una cosa como para raros?
ACTIVIDAD 2
En esta actividad nos acercaremos al orígen de la filosofía a partir de la historia del que ha sido considerado el padre de la filosofía: Sócrates. Se esperaría que Usted conteste los interrogantes que se encuentran al final.
LICEO FEMENINO MERCEDES NARIÑO –
FILOSOFIA GRADO DECIMO
Si, como pensaba Arendt, la
tradición de nuestro pensamiento político comienza con el juicio y la condena a
muerte de Sócrates, esa misma tradición se ve definitivamente destruida en
Auschwitz. Si Sócrates no pudo persuadir
de su inocencia a quienes definitivamente le condenaron, entonces es que
la ciudad no está preparada para las enseñanzas socráticas y, lo que es quizá
peor, las propias enseñanzas de Sócrates quizá se autoinvalidan. La ciudad, al
permitir la muerte de Sócrates, mostró su falta de sentido y de juicio para entender
al filósofo. Muerto Sócrates, pronto la ciudad se olvidará de sus enseñanzas.
La ciudad no es un lugar seguro para el filósofo y, en consecuencia, no se le
puede confiar su memoria. Pero entonces, ¿qué nos queda?, ¿cuál es nuestro destino?,
¿qué podemos esperar?
Historias de Filósofos (Pablo Da Silveira)
Sócrates y Atenas
Imaginemos que estamos a fines del siglo V
antes de Cristo y que caminamos por las calles de Atenas. Es una gran ciudad
para la época (probablemente unos cien mil habitantes) y eso se nota a cada
paso: el mercado desborda de gente, numerosos ciudadanos entran y salen de los
edificios públicos, el camino hacia el puerto hormiguea de comerciantes, de carretas
cargadas de mercancía y de esclavos que transportan fardos. Si levantamos los
ojos hacia la acrópolis vemos el Partenón, terminado de construir pocos años antes y
(contra lo que
muchos creen) pintado
de colores estridentes. Es el imponente
testimonio de un pasado glorioso pero definitivamente clausurado, ya que Atenas
acaba de perder su puesto de primera
potencia mundial. La
ciudad viene de
ser derrotada en una guerra, ha sido golpeada por dos epidemias de peste
y ha sufrido una tiranía breve pero terrible que mató o envió al exilio a miles
de ciudadanos. Todos esos golpes fueron duros y dejaron su marca. Pero los
atenienses han sabido sobreponerse a la desgracia y poco a poco parecen
retornar a los viejos buenos tiempos: la democracia es sólida, los negocios
recuperan su ritmo, la paz social parece asegurada.
De
pronto, en una
esquina, un pequeño
grupo de hombres forma un
semicírculo en torno a un personaje estrafalario. El que habla es bajo de estatura,
tiene un vientre movedizo y una nariz chata que estalla entre dos ojos
demasiado separados. Va descalzo, tiene los pies sucios y la túnica en mal
estado. En una palabra, es todo lo contrario de esos griegos apolíneos que nos muestran
las estatuas. Ese hombre gesticula,
mueve los brazos,
señala impertinentemente con el dedo. Sus interlocutores pasan de la
risa a la confusión, del interés a la furia, pero en ningún momento dejan de
escucharlo. La mayoría de ellos son jóvenes bien vestidos y de físicos
cuidados. Cualquier ateniense los reconocería como hijos de ciudadanos ricos. Y
cualquier ateniense diría ante ese cuadro:
"Ahí está Sócrates insistiendo
con sus molestas preguntas”. Sócrates era uno, de
los personajes más populares de Atenas, la ciudad que lo vio nacer, en la que
creció y enseñó, la que lo juzgó y terminó por obligarlo a envenenarse. Allí
había nacido en el 469 antes de Cristo, hijo de Sofronisco, un tallador de piedra,
y de una conocida partera llamada Fenaretes. Ambos eran gente sencilla,
trabajadora, sin grandes propiedades ni rentas. Pero los dos eran atenienses de
pura cepa, de modo que los varones de esa familia pertenecían a la minoría de
ciudadanos con plenos derechos políticos: podían hablar en la asamblea, votar y
ocupar rotativamente alguno de los numerosos cargos públicos.
Sócrates se había casado con Jantipa, una
mujer también ateniense que era famosa por su mal carácter. El matrimonio había
tenido tres hijos y no se diferenciaba en nada de cualquier familia de atenienses
pobres. La relación entre Sócrates y Atenas se extendió durante largas décadas,
de manera que
ambos tuvieron tiempo
para formarse una opinión acerca del otro. Sócrates había nacido en esa ciudad
y nunca se había alejado de ella. No era amigo de hacer grandes viajes ni
parecía tener necesidad de recorrer el mundo.
Después de todo, lo que a él le interesaba
no eran los paisajes sino los hombres, y todos los personajes interesantes de
aquella época terminaban por confluir en
Atenas. Su vida
no era la
de un pensador solitario y
aislado, como habían sido Tales o Heráclito, ni la de un aristócrata alejado
del pueblo" como sería más tarde su discípulo Platón. A Sócrates se lo
podía encontrar en la calle o en el mercado, conversando con los políticos, con
los comerciantes o con los artesanos. Su vida, como la de todo buen ateniense,
había estado constantemente ligada a la historia de la ciudad. La había
visto crecer y
fortalecerse, había asistido
regularmente a la asamblea e incluso había cumplido un par
de veces con el más serio de los deberes del ciudadano: había luchado como
soldado de infantería para defender a Atenas de ataques exteriores. No se destacó, que
sepamos, como un
combatiente particularmente brillante,
pero el hecho es que allí había estado, hombro con hombro en ese ejército
formado por ciudadanos en armas.
¿Cómo es posible que un hombre semejante,
que hacía parte del más típico paisaje ateniense, haya despertado un odio suficiente en
sus conciudadanos como
para terminar siendo condenado a muerte a los setenta años
de edad? Contestar esta pregunta no es tarea fácil, pero al menos podemos
descartar una posible respuesta: cualquiera sea el crimen cometido por Sócrates,
lo cierto es que no fue un agitador ni un subversivo en el sentido habitual de
estos términos. Jamás
desafió a las
autoridades legítimas, nunca participó en una campaña política, ni
siquiera fue un orador que se destacara en la asamblea. Su currículum de ciudadano se
reduce a un
par de anécdotas
que no permiten explicar su muerte, sino que más
bien lo pintan como un hombre que hubiera merecido el elogio de sus
conciudadanos. Por la primera historia sabemos que al menos una vez en su vida
Sócrates ocupó una magistratura, es decir, uno de esos cargos rotativos que
duraban un año y que se distribuían por sorteo entre los ciudadanos. Esto no
tiene nada de excepcional porque así funcionaban las cosas en Atenas: la administración
de justicia, la inspección de las pesas que se utilizaban en el mercado, el
control de las operaciones
de carga y
de descarga en
el puerto, el cumplimiento de las liturgias en los
templos, eran funciones que se ponían en manos de ciudadanos comunes según lo
determinara la suerte. En esta rotación de responsabilidades consistía para los
griegos la democracia directa. Así que no es nada raro que una vez le tocara a
Sócrates, no porque fuera Sócrates sino porque era ciudadano.
No es menos cierto, sin embargo, que su
desempeño en el cargo dio que hablar a los atenienses. Un hecho fortuito lo obligó
a tomar una decisión difícil y eso lo colocó en el centro de una tormenta
política. Sócrates, en
efecto, fue magistrado
en tiempos de ese
conflicto contra Esparta
que los historiadores llaman la Guerra del
Peloponeso. Y ocurrió que mientras estaba en funciones se
produjo una batalla
naval que tuvo
resultados desastrosos para los atenienses. Al conocerse la noticia, la opinión pública
reaccionó indignada contra los estrategos, es decir, contra los ciudadanos
especializados en cuestiones militares que habían dirigido el combate. Y, en un
clima más bien violento, alguien propuso
juzgarlos a todos
y condenarlos en
bloque por su incompetencia.
La
propuesta iba contra
las leyes de la
ciudad, que prohibían los juicios
colectivos para darle a cada acusado una adecuada oportunidad
de defenderse. Pero
los atenienses no estaban
de humor para
fijarse en detalles
y querían pasar rápidamente a la ejecución. Sócrates,
sin embargo, hizo valer todas sus potestades de magistrado y pese a sufrir
grandes presiones, consiguió bloquear la iniciativa. No sabemos exactamente
cómo terminó el episodio,
pero tanto Platón
como Jenofonte lo recordaban tiempo
después de su
ejecución. Era una
de esas historias edificantes
que les gustaba contar a los griegos cuando se trataba de resaltar las virtudes
de un ciudadano muerto. Fuera de este episodio, hay sólo otra oportunidad en la
que Sócrates tuvo una actuación política destacada. Lo que hizo aquella vez fue
un verdadero acto de desobediencia civil, pero no lo cometió
contra la democracia
sino contra una
dictadura sangrienta.
Este segundo hecho ocurrió hacia el año
404 antes de Cristo, luego de que Atenas perdiera la guerra contra Esparta. Esa
época fue especialmente dura para los atenienses, porque la ciudad quedó bajo
el control de una fuerza de ocupación que impuso un gobierno integrado
por treinta aristócratas simpatizantes de
la potencia vencedora y de claras convicciones antidemocráticas. Los Treinta
Tiranos instalaron un régimen de terror que les costó el exilio, la
expropiación o la muerte a miles de ciudadanos. La pesadilla duró apenas un
año, pero eso fue tiempo suficiente para hacerle muchísimo daño a buena parte
de los atenienses. Aquella vez Sócrates
tuvo mala suerte.
El gobierno había decidido
detener a un opositor llamado León de Salamina y, como era habitual en aquel
tiempo, eligió por sorteo a un grupo de ciudadanos para que fuera a buscarlo.
(En Atenas no había policía profesional, de manera que eran los propios
ciudadanos o simples esclavos quienes se ocupaban de arrestar a los
delincuentes, cuidar las cárceles y ejecutar las sentencias) Sócrates quedó
entre los cinco vecinos seleccionados por este procedimiento pero se negó a cumplir
la orden: en lugar de ir con los otros a buscar a León, sencillamente se volvió
para su casa. Por lo que sabemos ese acto no tuvo mayores consecuencias para
él, aunque bien pudo haberle costado la vida. Y en cierto sentido esa muerte
hubiera sido mucho más comprensible (y mucho más honrosa para Atenas) que la
que finalmente tuvo. Estas dos historias son todo lo que sabemos acerca del Sócrates
ciudadano. Las dos nos dan una imagen simpática del personaje pero, a
escala ateniense, son muy poco
impresionantes.
Es que la vida y la política estaban
ligadas en esa ciudad hasta un punto
que hoy nos
cuesta imaginar. Los
atenienses empezaban a prepararse para participar en los asuntos
públicos casi desde niños. Todavía adolescentes, los futuros ciudadanos empezaban
a ser integrados a los banquetes y a las tertulias de sus mayores. Allí
conocían a las figuras más importantes del arte y de la política, al tiempo que
aprendían a argumentar, a discutir y a persuadir a
los demás. En
esa misma época
empezaban a frecuentar el
gimnasio, preparándose para servir como soldados. Luego se integraban a la
asamblea y a partir de los treinta años se convertían en ciudadanos plenos, con
derecho a ser electos para todos los cargos de la administración.
A lo largo de ese proceso los atenienses
tomaban partido, se incorporaban a corrientes de opinión, tejían una compleja
red de amistades y de enemistades políticas, participaban en toda clase de conflictos
y no pocas veces se jugaban la vida. Por eso, casi cualquier ateniense que
llegara a los setenta años tenía mucha experiencia acumulada y muchas historias
que contar.
¿Cómo pudo ocurrir que un hombre
comparativamente poco involucrado en los vaivenes de la vida política terminara
siendo ejecutado? ¿Y cómo se explica que haya sido condenado a muerte en
un momento de
relativa calma, bajo
un gobierno legítimo y
democrático? Porque Sócrates no fue ejecutado por la dictadura de los Treinta
Tiranos sino cinco años más tarde, cuando la democracia ya había sido
restaurada. No fue condenado por un régimen débil o acorralado, sino bajo
instituciones que contaban con un gran
apoyo popular. Más
aun, el principal
de sus acusadores, que se
llamaba Anito, era uno de los políticos que más había contribuido al reestablecimiento
de la democracia tras la dictadura de los Treinta. Anito era el autor de una
ley de amnistía con la que se había pacificado la ciudad luego de un período de
disturbios. Y, para demostrar que su iniciativa iba en serio, él mismo había
renunciado a recuperar las numerosas propiedades que los Treinta le habían
confiscado. Eso lo había convertido en
uno de los políticos más influyentes de Atenas y en uno de los principales
dirigentes del partido democrático.
No era un irresponsable ni un fanático, ni
mucho menos un intrascendente en busca de protagonismo. Lo que sucedió en aquel
momento es, por lo tanto, a la vez claro y duro de admitir: la que mató a
Sócrates fue la Atenas democrática, la misma Atenas que había sido antes y
siguió siendo después un reducto de tolerancia y de participación política. Esa
Atenas lo mató con toda conciencia, sin que mediara un error judicial ni
una crisis que
hiciera perder el
control de los acontecimientos. ¿Cómo entender lo que
ocurrió si no queremos contentarnos con algunas acusaciones generales de
ignorancia y de fanatismo? Para encontrar una solución al problema tenemos que empezar
por preguntarnos qué hizo Sócrates de especial a lo largo de su vida. Y la
respuesta inmediata es que habló todo el tiempo sin escribir jamás una sola
línea. Pero hablar estaba lejos de ser un delito en Atenas. Al contrario, esa
era una ciudad donde las cosas más importantes se hacían hablando: se hablaba
en el mercado y en los tribunales, se hablaba en la asamblea, se hablaba sin
parar en la tienda del barbero, en el teatro y en las esquinas. Hablaban los
jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres, los ciudadanos y los extranjeros.
Atenas era una ciudad soleada y meridional donde nadie pensaba que hablar fuera
una pérdida de tiempo. ¿De qué había hablado Sócrates para que lo suyo fuera
tan especial en ese contexto? Sencillamente había hablado de todo: de la
virtud, de la verdad, de la ciencia, de la justicia, de la belleza, del amor,
de la Muerte, de la vida. Y más que hablar, había preguntado. Había tratado de
saber qué pensaban sus vecinos para ver qué podía sostenerse con razonable
firmeza.
Aquí parece estar una de las claves del
problema: el trabajo de Sócrates no consistía tanto en afirmar como en poner en
duda. Se había
propuesto mostrar a
los atenienses que
sus opiniones y sus juicios estaban basados en la costumbre y no en la razón,
de modo que eran incapaces de defender con argumentos lo que tenían por bueno,
por justo o por verdadero. Se trataba de una tarea capaz de exasperar a
cualquiera y él la llevaba a cabo con verdadera impertinencia. Su
método consistía en
pedir la definición de un
concepto aparentemente claro para deducir de allí una serie
de consecuencias insospechadas y
contradictorias. Sócrates enredaba a su interlocutor con sus propias
palabras y lo alentaba a reformular el concepto. Pero luego volvía a hacerla trizas
y lo dejaba todavía más perplejo. Como si todo esto fuera poco, sus
palabras estaban permanentemente adornadas
con declaraciones de humildad: "Sólo sé que no sé nada. Sólo repito
el oficio de mi madre: con mis preguntas saco a luz ideas que son de otros".
Detrás de estas declaraciones falsamente modestas había un objetivo
muy poco tranquilizador: se
trataba de poner
en evidencia todo lo que había de infundado o de poco claro en las ideas
que eran ampliamente aceptadas por los atenienses de su tiempo. Pero no seamos
injustos con los antiguos griegos. Ellos conocían perfectamente la diversidad
de opiniones y habían hecho un culto de la tolerancia. La prédica de Sócrates
podía parecerles incómoda pero no por eso lo habrían matado. No, al menos, si
esa prédica no se hubiera sumado a otros factores hasta producir una mezcla explosiva.
Y eso fue precisamente lo que pasó.
La perplejidad y la
crispación
El trabajo de
zapa desarrollado por Sócrates no era completamente nuevo para sus conciudadanos. Más
bien formaba parte
de un movimiento
general que horadaba
la sabiduría tradicional y daba paso a un nuevo mundo de ideas. Los
griegos habían dejado definitivamente atrás su pasado rústico y guerrero, y
eran cada vez más conscientes de que los viejos versos de Hornero ya no
contenían todas las respuestas. Los problemas habían empezado un siglo y medio
atrás, cuando en las colonias de la costa jonia –hoy Turquía- aparecieron los
primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se dedicaban a observar la
naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las tradiciones
ancestrales. "El sol decían no es un dios sino una piedra incandescente;
las nubes son el resultado de la evaporación del agua; la
variedad de la naturaleza puede reducirse
a los diferentes estados de un único elemento." Muchas de sus hipótesis
eran falsas y estaban
mal controladas, pero
implicaban un cambio
de actitud respecto
del pasado: la costumbre no alcanza para justificar una idea; aunque
hayamos creído en algo desde
siempre, tenemos que
encontrar argumentos racionales
que nos permitan sostenerlo.
Con el correr del
tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del análisis de
los fenómenos naturales a la discusión de las cosas humanas. Atenas se había visto
progresivamente invadida por unos nuevos maestros de moral y de retórica que se
llamaban sofistas y que
afirmaban la relatividad
de todas las
cosas. "Una buena causa sostenían estos hombres provenientes de
ciudades lejanas es aquella que ha sido bien defendida en los tribunales."
Y agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las cosas".
Todo esto podría haber quedado como una más de las tantas modas intelectuales que
circulaban en Atenas, si no fuera porque las nuevas ideas atrajeron a mucha
gente culta y, en especial, a los hijos de
los aristócratas. Eso cambió
radicalmente las cosas, porque esos jóvenes constituían la generación de
recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que recibieran la
educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de
sus
mayores y que
se convirtieran en
prolongadores de la
sabiduría ancestral.
Sin embargo, esos jóvenes ricos y cultos
empezaban a reírse de las creencias compartidas y a despreciar a sus
antecesores. Querían cortar con el pasado y abandonar las tradiciones. Ya no
les interesaba leer la Ilíada ni la
Odisea, sino aprender la retórica y la
lógica. Ya no prestaban atención a la antigua religión sino a la astronomía y a la
zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para retribuir al último
sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de guerra, las ideas
que defendían los
jóvenes aristócratas no
siempre coincidían con
las que enseñaban sus
maestros. Estos últimos
tampoco estaban siempre
de acuerdo entre
sí, especialmente si se trataba de una discusión entre sofistas y
filósofos. Pero estos matices no tenían
la menor importancia
para el ateniense
común. A ojos de
la gente sencilla,
lo único importante era
que los nuevos
intelectuales habían contaminado
a los jóvenes
con ideas estrafalarias y que ahora esos jóvenes se lanzaban contra las
tradiciones que sostenían a las instituciones políticas, a la familia y a la
religión. "Los sofistas están lejos de ser locos - decía Anito, el acusador de Sócrates-. Los
locos son los jóvenes que les pagan
y, más todavía, los padres que
ponen a sus hijos en sus manos. Pero las peores de todos son las ciudades que
los reciben dentro de
sus muros, en
lugar de expulsar
sin excepción a
todo individuo, sea extranjero o no, que tenga esa
profesión.” Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos
intelectuales habían conmovido la cultura
tradicional diciendo que
la costumbre no
alcanzaba para justificar
las convicciones y que aun
lo más sagrado
debía encontrar un
fundamento en la
razón. Los jóvenes aristócratas
habían convertido ese lema en un grito de guerra y se
habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había
llegado a fundar un Club de Adoradores del
Mal que se dedicaba a burlarse de los cultos ancestrales. Una de sus
actividades preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes
precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban
allí. Una mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta,
los atenienses descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían a
la ciudad habían
sido mutiladas. Durante
la noche, algún
grupo que nunca
fue identificado pero que
sabía dónde golpear
había cometido un
acto que hubiera
sido
inimaginable pocos años atrás. "Esto
es demasiado pensaba el ateniense común; esto nos va a traer
la ira de
los dioses." Y
lo peor es
que ese hombre
sencillo tuvo la
plena confirmación de sus
temores.
INTERROGANTES: ¿Quién era Sócrates? ¿Cómo
se vivía en esos momentos en Atenas?
¿Por qué la vida de Sócrates era incómoda y
contradictoria?
¿Lo que hacía y decía era causa suficiente para ser
condenado a muerte?
ACTIVIDAD 3
En esta tercera actividad, continuaremos el acercamiento a las contradcciones que se producen a partir del ejercicio del pensamiento autónomo, a partir del pensamiento libre, del pensamiento crítico, del pensamiento del padre de la filosofía, el hombre que había salido de la caverna y pensaba a partir de la luz: Sócrates, Al final encontrarán algunos interrogantes para que piensen, reflexionen y escriban...
LICEO FEMENINO
MERCEDES NARIÑO – GRADO DECIMO – FILOSOFÍA
¿POR QUÉ MATARON
A SOCRATES? Segunda parte
Los problemas habían empezado
un siglo y medio atrás, cuando en las colonias de la costa jonia -hoy Turquía-
aparecieron los primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se dedicaban a observar
la naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las tradiciones
ancestrales. "El sol –decían-no es un dios sino una piedra
incandescente; las nubes
son el resultado
de la evaporación del agua; la
variedad de la naturaleza puede reducirse a los diferentes estados de un único
elemento." Muchas de sus hipótesis eran falsas y estaban mal controladas,
pero implicaban un cambio de actitud respecto del pasado: la costumbre no
alcanza para justificar una idea; aunque hayamos creído en algo desde siempre,
tenemos que encontrar argumentos racionales que nos permitan sostenerlo. Con el
correr del tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del
análisis de los fenómenos naturales a la
discusión de las
cosas humanas. Atenas
se había visto progresivamente invadida por unos
nuevos maestros de moral y de retórica que se llamaban sofistas y que afirmaban
la relatividad de odas las cosas.
"Una buena causa
-sostenían estos hombres provenientes de ciudades
lejanas- es aquella que ha sido bien defendida en los tribunales." Y
agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las cosas".
Todo esto podría haber
quedado como una más de las tantas modas intelectuales que circulaban en
Atenas, si no fuera porque las nuevas
ideas atrajeron a
mucha gente culta
y, en especial, a los hijos de
los aristócratas. Eso cambió radicalmente las
cosas, porque esos
jóvenes constituían la generación
de recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que recibieran la
educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de sus mayores y que
se convirtieran en prolongadores de la sabiduría ancestral. Sin embargo, esos
jóvenes ricos y cultos empezaban a reírse
de las creencias
compartidas y a
despreciar a sus antecesores. Querían
cortar con el
pasado y abandonar
las tradiciones. Ya no les interesaba leer la Ilíada ni la Odisea, sino aprender
la retórica y la lógica. Ya no prestaban atención a la antigua religión sino a
la astronomía y a la zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para
retribuir al último sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de
guerra.
Las ideas
que defendían los
jóvenes aristócratas no siempre coincidían con las que enseñaban
sus maestros. Estos últimos
tampoco estaban siempre
de acuerdo entre
sí, especialmente si se
trataba de una
discusión entre sofistas
y filósofos. Pero estos matices no tenían la menor importancia para el ateniense
común. A ojos
de la gente
sencilla, lo único importante era que los nuevos
intelectuales habían contaminado a los jóvenes con ideas estrafalarias y que
ahora esos jóvenes se lanzaban contra las tradiciones que sostenían a las
instituciones políticas, a la familia y a la religión. "Los sofistas están
lejos de ser locos -decía Anito, el acusador de Sócrates-. Los locos son los jóvenes
que les pagan y, más todavía, los padres que ponen a sus hijos en sus manos.
Pero las peores de todos son las ciudades que los reciben
dentro de sus
muros, en lugar
de expulsar sin excepción a todo individuo, sea
extranjero o no, que tenga esa profesión.”
Las cosas estaban tomando un
tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales habían conmovido la cultura
tradicional diciendo que la
costumbre no alcanzaba
para justificar las convicciones y
que aun lo
más sagrado debía
encontrar un fundamento en
la razón. Los
jóvenes aristócratas habían convertido ese lema en un grito de
guerra y se habían lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos
había llegado a fundar un Club de Adoradores del Mal que se dedicaba a burlarse
de los
cultos ancestrales. Una
de sus actividades
preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes
precisamente en los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí.
Una mañana del año 415 antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los
atenienses descubrieron horrorizados que las estatuas sagradas que protegían a
la ciudad habían sido mutiladas.
Durante la noche, algún grupo
que nunca fue identificado pero que sabía dónde golpear había cometido un acto
que hubiera sido inimaginable pocos años atrás. "Esto es demasiado
-pensaba el ateniense común-; esto nos va a traer la ira de los dioses." y
lo peor es que ese hombre sencillo tuvo la plena confirmación de sus temores.
La segunda mitad del siglo V
antes de Cristo fue uno de los períodos más calamitosos de la historia de
Atenas. En el 431 se desató la Guerra del Peloponeso, ese largo conflicto
contra Esparta que terminó en una derrota abrumadora. En un lapso de apenas cuatro
años (entre el 430 y el 426) dos epidemias de peste cayeron sobre la ciudad y
mataron a un tercio de la población. La peste se llevó entre otros al propio
Pericles, que no sólo era el jefe político y militar de la ciudad sino el
símbolo viviente de su grandeza. En el 415 los atenienses hicieron un último
intento por revertir la situación militar y reunieron todas sus fuerzas para
conquistar Sicilia. Pero cuando los barcos acababan de dejar el puerto se descubrió
la mutilación de las estatuas sagradas y el terror se apoderó de la ciudad: los
supuestos culpables fueron perseguidos, expropiados o
ejecutados tras juicios
sumarísimos. Entre los sospechosos figuraba Alcibíades, un
aristócrata joven y ambicioso que comandaba la flota de guerra. Alcibíades fue
convocado a Atenas para ser sometido a juicio pero, en lugar de obedecer, se escapó a
Esparta y empezó
a colaborar con
el enemigo. La expedición a Sicilia terminó en un
desastre y en Atenas hubo un golpe de estado. La guerra duró todavía unos años pero
en el 405 se produjo la derrota definitiva. La ciudad se rindió y fue ocupada por
las fuerzas espartanas. Sus habitantes quedaron en manos de los Treinta
Tiranos.
Esta sucesión
de calamidades demandaba
alguna explicación y los ojos de muchos atenienses empezaron a dirigirse
hacia los nuevos intelectuales. Con su racionalismo a ultranza y su relativismo
moral, esos nuevos maestros habían traído los peores males imaginables a la
ciudad. La irreverencia y los sacrilegios de sus discípulos habían terminado
por desatar la furia de los dioses.
La guerra, la peste, los
golpes oligárquicos eran la consecuencia inevitable del abandono de la vieja
sabiduría. En todo esto
había un enorme
malentendido, pero también un
conflicto muy real. La sabiduría convencional griega (la que transmitían los
poemas de Homero) había sido siempre una sabiduría de los límites: la
innovación política debía respetar la costumbre, la discusión moral debía
contemplar la tradición, la religión debía continuar con los usos del pasado,
el conocimiento no debía profanar lo que era patrimonio de los dioses. Ese era
el gran secreto que explicaba la estabilidad y la continuidad del estilo de
vida griego: los hombres podían innovar pero no debían actuar como si fuesen
dioses. Esa falta se designaba con una palabra, hybris, que quería decir
desmesura, tentación de lo absoluto.
Los nuevos
intelectuales fueron vistos
como responsables de las calamidades que sufría Atenas porque habían convertido la
hybris en programa.
A ojos de
la sabiduría tradicional, lo que
pretendían esos hombres era ir más allá de donde era sensato llegar si se
quería mantener la paz social y la vida
civilizada. El filósofo
Heráclito había despreciado
la sabiduría de los ancestros y no había vacilado en tratar a Hornero de
charlatán. Y a los sofistas como Protágoras no les temblaba la voz cuando
decían que había que
investigar la naturaleza
sin preocuparse en saber si los dioses existen o no. Para muchos atenienses
esto implicaba rivalizar con lo divino, intentar elevarse por encima de los
límites humanos para alcanzar un conocimiento y un dominio absolutos. Y tal
pretensión sólo podía culminar en un
desastre. No había
que olvidar que
a Prometeo le
habían comido el hígado por desafiar a los dioses y que a Ícaro se le habían
fundido las alas por acercarse demasiado al sol.
Sería un error de nuestra
parte mirar con suficiencia este tipo de temor. Los antiguos griegos se
expresaban de un modo arcaico, pero lo que estaban planteando al hablar de la
cólera de los dioses era un problema muy real. Para decirlo en términos contemporáneos,
la pregunta que se estaban haciendo es cuánta innovación y cuánta ruptura con
el pasado puede soportar una sociedad sin llegar a descomponerse como tal. Pese
a su simpleza, los compatriotas de Sócrates sabían que una sociedad es un
tejido de vínculos que
requieren ser alimentados, y
se estaban preguntando cuánta
tensión puede resistir ese tejido sin correr el riesgo de estallar.
Con el paso de los siglos
hemos aprendido que una sociedad puede tolerar mucha más heterogeneidad y mucha más complejidad que lo
que creían los antiguos griegos, pero eso no quita que su pregunta siga
teniendo sentido. De hecho, es probable que hoy lo tenga más que nunca, así
como es probable que siga ganándolo en el futuro. La cultura tradicional
ateniense había ingresado en una profunda crisis y esto planteaba un problema
de supervivencia en tanto
sociedad. Los atenienses
empezaron a defenderse
como podían de ese
peligro y, como
casi siempre ocurre
cuando actuamos crispados, en general lo hicieron mal. A principios de
la guerra con Esparta fue incorporado a la legislación ateniense el delito de
impiedad, que podía aplicarse a todos quienes pusieran en duda la existencia de
los dioses. Por lo que sabemos, la norma fue propuesta por un tal Diopites
hacia el año 432 antes de Cristo, con el objeto de perseguir a quienes buscaban
explicaciones naturales para los fenómenos que hasta entonces habían sido
considerados divinos.
Pero el hecho es que la nueva
ley fue usada casi exclusivamente para atacar al círculo de intelectuales y de
artistas que rodeaba a Pericles, que eran los representantes más visibles de la
nueva mentalidad. El primer acusado
fue Anaxágoras, un
filósofo que enseñaba que el sol
y los cometas eran piedras incandescentes, que la luna era una piedra fría de
relieve montañoso y que el trueno era el resultado de una colisión entre nubes.
El acusado fue condenado a muerte y terminó huyendo de la ciudad. El siguiente
ataque se dirigió contra el escultor Fidias, a quien los atenienses debían los frisos
del Partenón y algunas de las estatuas más famosas de Grecia. Fidias fue
acusado de utilizar su arte para divinizarse a sí mismo: aparentemente había
esculpido su propio retrato en algún lugar del Partenón. Y pese a todo su
talento y a todo su prestigio, no pudo escapar a una condena que le hizo
terminar sus días en prisión. "La historia posee en su totalidad -dice el
historiador Mases Finley- la
apariencia de un
ataque dirigido contra
los intelectuales, en un
tiempo en que
una parte de
ellos estaba cuestionando y
con frecuencia desafiando
creencias profundamente enraizadas en los campos de la religión, la
ética y la política."
¿Y por qué no incluir a
Sócrates entre estos hombres que empujaban la ciudad hacia la desintegración?
Es verdad que él no era un sofista, como lo mostraba su propia condición de
ateniense y el que se negara a cobrar por sus lecciones. Pero Sócrates también
criticaba la moral tradicional y demolía las antiguas ideas acerca de lo justo
y de lo bueno. Era además un severo crítico de la democracia, a la que acusaba
de poner en el gobierno a hombres indignos de esa tarea. Nunca se le había
escuchado hablar a favor de la tiranía ni de los golpes oligárquicos, pero si
no había hecho nada en contra de la democracia, tampoco había hecho gran cosa por
ella. Más bien había mostrado una olímpica indiferencia hacia las
instituciones, hasta el punto de que jamás había tomado la palabra en
la asamblea de
ciudadanos. Este hombre locuaz
y entrometido, que hablaba en todas las plazas y esquinas de Atenas, se
había callado justamente allí donde más consecuencias podía tener su voz.
Callarse, por supuesto, no
era delito en Atenas. Pero era algo que llamaba mucho la atención, sobre todo
si el silencio provenía de Sócrates.
Porque si bien
él mismo no
podía ser acusado de
haber conspirado contra
la democracia, entre
sus discípulos se contaban algunos de los hombres que más daño le habían
hecho a la ciudad. Por ejemplo, el brillante y tormentoso Alcibíades, que en
plena guerra había cambiado de bando y le había trasmitido información esencial
al enemigo. O varios de los impulsores del golpe oligárquico del año 411. O
peor aún, el propio Critias, el más sangriento de los Treinta Tiranos y también
Cármides, otro de los Treinta, que además era tío de Platón. Podía ser que ese
hombre no fuera una mala persona ni un conspirador político, pero los
resultados de su enseñanza estaban a la vista y podían ser juzgados por
cualquiera. Aristófanes, un comediante brillante y muy popular en Atenas, fue
uno de los primeros en sacar esta conclusión. Por eso escribió una serie de
comedias en las que Sócrates aparecía como personaje, pero sobre todo una -Las
nubes- que parecía escrita con toda la intención de destruido.
Las nubes, se estrenó en Atenas veinticinco años antes del
juicio. En ella aparece un Sócrates burdo y caricaturesco, mitad sofista y
mitad bufón, que pasa sus días en una Casa de Pensar. Desde ese extraño reducto
hace la defensa del ateísmo radical
y confunde a
sus interlocutores con
razonamientos absurdos. El retrato es claramente difamatorio, pero es
seguro que Aristófanes se hacía eco de algunas bromas bien conocidas en la ciudad.
La obra termina en un gigantesco caos donde todo se confunde y se destruye. En
un cierre típico de Aristófanes (que bien podría haber sido guionista de los
Monty Phyton) la Casa de Pensar es incendiada y reducida a escombros, sin que
quede claro si Sócrates consigue escapar. Platón nunca le perdonó este final y,
muchos años después
de la ejecución,
todavía acusaba a Aristófanes de haber sido su primer
instigador.
Es difícil saber si Platón
tenía razón o no, pero es seguro que los motivos del proceso debieron cocerse a
fuego lento. En parte Sócrates fue ejecutado por lo que dijo, en parte por lo
que no dijo y en parte por lo que dijeron e hicieron los hombres que lo rodeaban.
Esta complejidad tal vez explique por qué fue juzgado y condenado en un tiempo
en que poca gente corría ese peligro, como
lo prueba el
hecho de que
no se conozcan
procesos semejantes al suyo en las décadas posteriores. Sócrates fue
llevado a juicio como nuevo intelectual y por delitos de opinión. Pero es seguro
que si el mismo no hubiera colaborado activamente con sus censores,
difícilmente hubiera conocido el sabor de la cicuta.
¿Por
qué los nuevos pensadores causaron tanta perplejidad y confusión en la sociedad
ateniense?
¿Qué
opina frente al cuestionamiento que siempre han hecho los filósofos frente a la
tradición y las costumbres? ¿Es necesario? ¿Se debería evitar?
¿Realmente
la causa de las desgracias vividas en Atenas en su momento, fue el
cuestionamiento realizado por los nuevos pensadores a la religión y la
costumbre?
¿Qué
opinas de los argumentos de quienes condenaron a Sócrates, son válidos para
condenar a alguien a la muerte?
Pasados
más de dos mil quinientos años de lo sucedido con Sócrates, podemos afirmar que
en nuestra sociedad no se presentan injusticias relacionadas con la libertad de
pensamiento, no se presentan casos de
persecución, intolerancia y hasta muerte
por ejercer la libertad de expresar su pensamiento o cuestionar lo que
se considera injusto e incorrecto?
Investigue
casos en los que hoy algunas personas desafían las leyes o las costumbres
buscando ante todo defender la vida y la verdad.
Buenos días. Las actividades en la medida que las vayan desarrollando las pueden enviar al correo: tareaslifemena2020@gmail.com Señalando nombre y curso correspondientes
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